El Ejército de Tierra, después de más de 25 años, vuelve a encontrarse ante un escenario en el que la necesidad de contar con unas potentes y bien equipadas Fuerzas Acorazadas es imperativa. Desgraciadamente, más de un cuarto de siglo de primar la política industrial de defensa sobre las necesidades de la Defensa (pues no es lo mismo) y la incomprensión acerca de lo que implica en cuanto a mantenimiento y apoyo al ciclo de vida el mantener operativos determinados materiales, han provocado que la situación no sea muy diferente a la de los años 80 y 90 en nuestro Ejército. Un Ejército que, a pesar de lo que puedan decir su servicio de prensa o los medios generalistas, apenas podría sostener un esfuerzo mayor que el que durante las dos últimas décadas ha llevado a cabo en las misiones en el exterior.
Muchas cosas han cambiado, o eso creía yo, desde que este humilde redactor vistió el uniforme de nuestro Ejército de Tierra hace ya más de 25 años. Pero he aquí que en el último año los acontecimientos han venido a dar un giro copernicano a la visión que yo mismo tenía de aquellos tiempos -ya caducos y de no poca incertidumbre-, sobre quiénes éramos y para qué servíamos.
Durante todo este tiempo, los que fueran últimos coletazos del servicio militar obligatorio (SMO) dieron paso a una profesionalización acelerada, impulsada por el presidente Aznar (fuente de no pocos problemas en su momento, e incluso todavía hoy). También a la vasta experiencia de multitud de misiones exteriores en los llamados conflictos asimétricos, protagonistas de tres décadas de dividendos de la paz y lucha contra el terrorismo en los cuales nada ni nadie parecía poner en riesgo la integridad y seguridad territorial de Occidente, protegido bajo el todopoderoso paraguas de la OTAN.
Tal es así que el riesgo era el contrario: no encontrar motivación suficiente para preservar las estructuras de seguridad común[1], ni razón de peso para sostener las principales capacidades de combate de los ejércitos. Inmersos como estaban en misiones donde unas ROE (Rules of Engagement o Reglas de Enfrentamiento) tremendamente restrictivas y una potencia de fuego decreciente, dibujaban unos ejércitos poco menos que de pacificación e interposición.
No es de extrañar que aquello provocara un efecto de desafección social por la Defensa en la mayoría de países europeos. Un efecto que se veía retroalimentado por unos criterios de protección a ultranza de unos soldados que, cuan funcionarios, no podían arriesgarse a perder la vida en un trabajo meramente administrativo y ajeno a la ‘seguridad nacional’, a razón de lo cual se llegaba a poner en duda los despliegues mismos. De esta actitud y del temor de los gobiernos a justificar pérdidas inaceptables, surgen conceptos como la amortización económica y social del gasto militar, priorizando las ventajas industriales de invertir en defensa, y dejando de lado las capacidades letales en favor de salvar vidas propias e incluso ajenas.
Teorías surgidas en estos tiempos de incertidumbre, como decía antes, hay todas las que quieran; desde el fin del arma acorazada [2] a la guerra delegada en máquinas autónomas e inteligencia artificial. El soldado, aquel que en mis tiempos iba a las maniobras con blindados pesados y caducos, radios portátiles de 15 kilogramos y morteros llevados a brazo [3], había dejado de ser útil en una Europa donde no parecía haber riesgo para los ciudadanos, buscando las amenazas provocadas por el islamismo radical en zonas tan inhóspitas como el Sahel y Oriente Medio.
Lejos quedaba la necesidad de defender, como le tocó hacer a un servidor, la frontera de alguna ciudad africana de españolidad cuestionada incluso por parlamentarios patrios que asociaban geopolítica con simple geografía. Hasta el punto era así que se dejó el tema, como una derivación más de los problemas migratorios, en manos de las FCSE, de la europea Frontex y de la cooperación bilateral con los países fronterizos; otrora amenaza y hoy aliados necesarios de la UE para controlar el tráfico de personas, la piratería y el crimen organizado.
Pero he aquí que uno de aquellos aliados, en este caso para implantar una nefasta política energética en el seno de la Unión Europea, empezó a salir del abismo involucionista en que cayó como gran derrotado de la Guerra Fría. De esta forma nuestro protagonista, la Federación Rusa, se embarcó de la mano del presidente Vladímir Putin en una política expansionista que devolviera al país el papel de potencia regional; pensando en la OTAN que sus intereses se centrarían en Asia, donde por otra parte también miraba la única potencia hegemónica por entonces, EE. UU., ante el ascenso económico y militar de China.
La cuestión es que Chechenia, Georgia, Moldavia, Armenia o Ucrania padecieron sucesivamente la intervención Rusa; pero no solo eso: Siria, Libia, Mozambique, Mali o República centroafricana han visto la injerencia de Rusia de una forma u otra [4], empezando a chocar seriamente con los intereses europeos en la región. El colmo no obstante han sido las acciones de desestabilización, ciberataques y apoyo a movimientos secesionistas europeos, que han llegado a poner en jaque a algunos gobiernos.
Este clima de tensión acabó estallando con la segunda afrenta a la soberanía de Ucrania, mediante una invasión brutal e injustificable que, subterfugios aparte, pretendía cercenar la independencia del país, volviendo a instaurar un gobierno títere de los intereses de Moscú como puede ser el de Bielorrusia; de facto uno de los problemas más graves detectados por la OTAN a razón del territorio de Kaliningrado y las reclamaciones rusas de un corredor entre este aislado territorio y la vecina Bielorrusia, a costa en este caso de suelo de dos miembros de la OTAN, Polonia y Letonia.
La reacción esta vez fue contundente, y tras dos años de cruenta guerra y sin vislumbrar aún un final para el conflicto, todos los análisis políticos y militares han puesto el foco en la nueva amenaza rusa. Por alguna razón difícil de explicar, el país que ha sido incapaz de someter a Ucrania se vislumbra ahora como una amenaza tal que obliga a tomar medidas extraordinarias.
Si nos ceñimos a las lecciones aprendidas del conflicto ucraniano, veremos que la falta de medios de ataque y de mando y control eficaces, así como una logística deficiente, han hecho fracasar todas las ofensivas, dando un inusitado protagonismo a la artillería en el que es un conflicto centrado casi en exclusiva en el dominio terrestre.
Aquí es donde empiezan a sucederse acontecimientos extraños, como ignorar la casi total ausencia de combates en el entorno aéreo y naval, siendo no solo un escenario radicalmente distinto al que enfrentaría a la OTAN con Rusia, también obviando la tremenda superioridad que la alianza tiene en estos parámetros, básicos para su disuasión desde tiempos históricos [5]. Muy al contrario, los estamentos militares y políticos de muchos países se ‘rebajaron’ a combatir de forma virtual con Rusia en su terreno más favorable, promoviendo la reactivación de grandes ejércitos terrestres convencionales, ingentes cantidades de munición para un conflicto duradero [6] e incluso el retorno del servicio militar obligatorio. Comprenderán ustedes cuál ha sido mi sorpresa al verme, un cuarto de siglo después, con la misma amenaza y las mismas fórmulas que entonces, ya de aquella ineficientes, para afrontarla.
De tal guisa que me planteé revisar en qué situación estaba el ejército para afrontar lo que se denomina ‘combate generalizado’; y que mejor forma de hacerlo que centrar el estudio (de primera mano) sobre las denostadas fuerzas acorazadas, ayer inútiles en los escenarios asimétricos habituales, hoy necesaria punta de lanza de cualquier conflicto de gran magnitud en el este de Europa.
Puedo decir que agarrar el petate y meterme de lleno en una de nuestras unidades más conocidas y carismáticas, como es la brigada «Guadarrama» XII y su madrileña base de «El Goloso», me proporcionó una gran satisfacción. Algo hay en la maquinaria bélica de un cuartel que no cambia nunca; los olores, la simpleza de las estancias y sus gentes, tan normales como usted o como yo, pero vestidos de ‘mimeta’ y armados, deambulando de un lado para otro, me retrotrae a mis tiempos de uniforme como si nada hubiera cambiado. El hecho de que los edificios históricos de la base sean casi tan viejos como la sierra que da nombre a la unidad, que sus fachadas estén en un estado lamentable o que los aparcamientos no se usen por estar recubiertos con amianto, también ayudaban a demostrar la cruda realidad de un ejército no tan moderno como queremos pensar y mucho menos glamuroso [7].
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