
Durante dos décadas, las tropas de los países occidentales han realizado infinidad de operaciones en una campaña de contrainsurgencia contra los talibanes en Afganistán. Además, han entrenado y adiestrado a docenas de miles de afganos que formaban parte de las fuerzas de la policía y el ejército nacional. El coste de la misión ha sido muy alto, con miles de fallecidos y heridos, además de billones de dólares gastados. El resultado final no puede ser más desalentador, llegándose en la actualidad a una situación donde los insurgentes se han adueñado del país en apenas unas semanas y sin apenas oposición. ¿Era inevitable? En este artículo analizaremos el único tipo de campaña de contrainsurgencia que tenía alguna oportunidad de éxito y los motivos por los que no se llegó a intentar.
A mediados del verano, en la Revista Ejércitos se planificó la publicación de un artículo dedicado a la contrainsurgencia en la frontera oriental entre Afganistán y Pakistán. El desarrollo de los acontecimientos que entonces tuvieron lugar, con la retirada estadounidense de esa zona de operaciones, el colapso del Gobierno afgano y la toma del poder por parte de los talibanes, aconsejó posponer dicho tema para dar paso a explicar las causas y consecuencias de tales hechos. En sendos artículos, Guillermo Pulido nos ilustra sobre las causas del colapso del ejército afgano, junto con interesantes consideraciones geoestratégicas de relevancia. Además, Augusto Conte de los Ríos nos describe las perspectivas en una región tan volátil e inestable como es Asia Central.
Pasado un tiempo, parece oportuno volver a retomar el articulo inicial y explicar a los lectores distintas cuestiones relacionadas con las campañas de contrainsurgencia que durante años mantuvieron las fuerzas estadounidenses y afganas en las provincias orientales de Afganistán.
En Ejércitos ya hemos dedicado un considerable espacio a narrar distintos hechos históricos relacionados con la guerra en Afganistán. Por ejemplo, los lectores tienen a su disposición un artículo dedicado a la caída del régimen talibán en 2001 y la batalla de Tora Bora, con el intento de capturar a Osama bin Laden y su posterior huida a Pakistán, dedicando un capítulo final a la aparición del ISIS-Khorasan y la guerra a muerte que durante años han mantenido con los talibanes, asunto analizado recientemente para la revista por Daniel Pérez García.
También pueden leer en tres partes la planificación y ejecución de la que se conoce como Operación Anaconda, que tuvo lugar a comienzos de 2002 y que marcó en gran manera lo que estaba por venir durante las dos siguientes décadas de conflicto en la región.
Por último, la intervención inglesa en Afganistán es ilustrada con la sorprendente historia de la entrada de las tropas británicas en la provincia de Helmand en 2006, que daría como resultado una brutal batalla por el control del poblado de Musa Qala. Con cierto atino lo titulamos, ya hace años, como “La primera derrota de la OTAN”; un augurio de lo que en 2021 es una realidad.
Llega el momento de explicar cómo unas malas decisiones a nivel político llevaron a la derrota final, perdiéndose por el camino miles de vidas humanas (civiles y militares, propias y ajenas), cantidades ingentes de dinero y un prestigio como potencia mundial muy difícil de recuperar. Una mala doctrina, encorsetada y llevada a la práctica por unos mandos militares ajenos a la realidad del campo de batalla, sólo pueden dar como resultado las imágenes vistas en televisión, donde literalmente caen personas de aviones intentando huir de la barbarie talibán.
Aunque la guerra en Afganistán desde 2001 en adelante se observa como un asunto estadounidense, el resto de países aliados en la zona han puesto su granito de arena hasta llegar a la situación actual. Imbuidos con el papel de figurar como socios que cumplen sus compromisos, los contingentes de las distintas naciones de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Estabilidad (ISAF por sus siglas en inglés) se mantuvieron en un papel ambiguo. Por ejemplo, en la historia de la batalla por Musa Qala que hemos mencionado anteriormente, una compañía holandesa dotada con un centenar de blindados se retiró vergonzosamente del campo de batalla por presión de los políticos, que temían sufrir alguna baja, dejando a una sección de soldados ingleses prácticamente vendidos ante los enemigos talibanes.
La misión española en Afganistán no ha sido diferente. Miles de anécdotas podrían contarse para ilustrar el papel de nuestras fuerzas armadas en la región. Con una mano (o ambas) atadas en la espalda desde Madrid, nulo fruto se ha conseguido con nuestra presencia, pese al alto precio que hemos pagado en vidas humanas, sobre todo con los accidentes del YAK-42 y de los helicópteros Eurocopter AS-532 Cougar. Habiendo vivido el conflicto en Afganistán a través de varias décadas, por lo menos desde Ejércitos queremos mantener la memoria de los compatriotas que han sacrificado su vida pensando que su pérdida tendría un último sentido.
En un futuro completaremos este artículo con otro en el que los lectores podrán asomarse al infierno que supuso la estrategia convencional de contrainsurgencia, situándose la acción en localizaciones tan temidas por los soldados como el valle de Korengal, Pech y el puesto avanzado de combate Keating en Kamdesh, situados en las provincias orientales del país.

La guerra en Afganistán
No se necesita consultar a grandes eruditos para entender el motivo por el que durante décadas ese país asiático se ha visto en el ojo del huracán, sufriendo una de las guerras más duradera de la historia contemporánea. Ese territorio ha sido el blanco de la principal arma de destrucción masiva que conoce la humanidad: la mentira.
Mucho se mitifica en los medios de comunicación de masas a los locales que, desde la época de Alejando Magno, han luchado contra los ejércitos que han invadido el territorio. Se ha pintado al afgano como una especie de guerrero invencible, capaz de tumbar en la lona, una tras otra, a las mayores potencias militares del planeta. Eso no es verdad: todos los ejércitos que han querido entrar en el territorio lo han hecho tras vencer en el campo de batalla sin grandes dificultades.
Incluso la más conocida victoria de los afganos (que tuvo lugar durante la primera guerra anglo-afgana, al atacar durante días a la columna de tropas británicas que se retiraba de Kabul hacia la India a través de los pasos de montaña del Hindu Kush) fue conseguida debido al suicida plan inglés basado en iniciar la marcha en lo más crudo del invierno de 1842, acompañados de doce mil civiles, mucha tropa de origen indio y un solo regimiento británico. El resto de guarniciones en el país que decidieron esperar la llegada de ayuda (Kandahar, Ghazni y Jalalabad) pudieron resistir sin mayor problema hasta la primavera y volver en orden hasta territorio propio.
Eso que se conoce como un pueblo indómito capaz de rechazar a todo invasor, en verdad son los habitantes es un país desolado, tan paupérrimo, que en toda su historia a ninguna otra nación le ha compensado gastar recursos y vidas propias para permanecer allí por tiempo prolongado.
No se dejen engañar por los cantos de sirena de quienes les hablen de infinidad de recursos sin explotar o la construcción de gaseoductos. Mientras la inestabilidad sea total, allí no invertirá ninguna compañía para que a el primer iluminado al que se le ocurra haga volar lo construido mediante una serie de atentados suicidas.
Afganistán ha sido, es y será un país pobre. Su imposible geografía -con una superficie igual a la de Francia, pero con muchas zonas de alta montaña, grandes desiertos y terrenos baldíos- han hecho que la mayor parte de la población se concentre en un pequeño número de ciudades, además de en zonas rurales, siguiendo los cauces fluviales presentes. Alimentados por el deshielo de la nieve acumulada en las zonas altas, es posible aprovechar los márgenes de los ríos para establecer una agricultura primaria. Esa improductividad del territorio ha hecho que durante siglos su población fuese escasa en relación a su tamaño, aumentado progresivamente a un ritmo muy lento.
Como se puede ver en el grafico obtenido con datos de la FAO, dicha tendencia se ve alterada en el periodo de la intervención rusa en el país, llegando incluso a disminuir debido a las bajas y emigraciones a Pakistán. Cuando la crisis económica y social en su país acabó de derrumbar al coloso soviético y provocar la retirada de sus tropas de Afganistán, la vuelta de los refugiados afganos a su país hizo que, a pesar de la guerra civil desatada y del ascenso al poder de los talibanes, la población casi se duplicara en apenas 10 años.
Lo que resulta llamativo es que, pese a la intervención occidental y la situación teórica de guerra contra los insurgentes, mucho ha mejorado el nivel de vida y la capacidad de la sociedad afgana. Esto se refleja en un dato impresionante: en los veinte años transcurridos desde la presencia de las primeras tropas estadounidenses, el número de afganos se ha duplicado otra vez, llegando en la actualidad a casi cuarenta millones.
Es decir, con el desarrollo que se ha conseguido, en poco más de cincuenta años la población en Afganistán casi se ha cuadruplicado a pesar de vivir en casi continua guerra.

Durante la Edad Media, las sociedades europeas se basaban para sustentarse sobre todo en la agricultura, la ganadería y la artesanía. Salvo por algún impedimento médico, las familias que conformaban la mayoría de la población solían ser numerosas, con cuatro, seis o más hijos. Siendo la tierra finita y estando ya repartida, la constante vital que se daba era que el primogénito heredase la propiedad, pero para el resto había que buscar un futuro. Puede que alguno falleciese debido a enfermedades, otro entrase en el clero o que alguna hija se casase con un heredero, pero los demás hijos debían enfrentarse a un futuro incierto, y uno de los pocos caminos que encontraban abierto era el entrar a formar parte de las tropas pagadas de un noble o rey.
Esa presión demográfica continua ponía en bandeja a los soberanos el disponer de un recurso militar con el que aumentar prestigio y poder, las guerras, a la vez que se quitaba de encima la problemática de tener que alimentar una población en constante aumento y que las hambrunas pudieran causar gran inestabilidad, revueltas y acabar con su posición.
En un principio, las guerras obviamente se dirigieron contra los vecinos, para aumentar los territorios a sus expensas, aunque posteriormente la navegación permitió su proyección al exterior, más allá de los límites de unas fronteras cada vez más definidas en Europa.
Ese mismo fenómeno es el que ha sucedido en Afganistán. A través de siglos de historia, el poco suelo cultivable ya había sido repartido, siendo incapaz el territorio de alimentar a más población. Aunque a menor escala, la presión demográfica hacía que para buscar riqueza cada poblado mirase alrededor y encontrase que la manera más fácil de obtenerlos fuese atacar una aldea próxima o alguno de sus recursos. Para defenderse de dichas refriegas, las distintas poblaciones buscaron la ayuda de las vecinas, estableciéndose alianzas reforzadas por lazos familiares. Habían nacido algunos de los mayores pilares de poder y autoridad en dicha sociedad: las tribus.
La evolución a lo largo de los siglos de esas tribus pasó por crear alianzas cada vez más poderosas, muchas veces, aunque no siempre, apoyadas en el factor étnico. Por ejemplo, dentro de los pastunes (la etnia más numerosa) hay muchas subtribus, habiendo sido históricamente en cada momento distinta la más dominante, periodo que aprovechaba para sojuzgar a las demás y favorecerse a costa de las que perdían influencia.

El propio Winston Churchill visitó en 1897 lo que entonces era la frontera Noroccidental de la india británica, siendo testigo del tipo de sociedad que predominaba. Definió a los afganos como habitantes de unos valles en un constante estado de rivalidad, mezclada con feudalismo. Cada individuo luchaba contra el que tenía más cerca, cada aldea del valle contra la próxima, y los pueblos de cada territorio luchaban con los vecinos. Como colofón, todos al unísono se unían para luchar contra el extranjero.
La intervención soviética en Afganistán fue demoledora. No sólo por el nivel de destrucción y el número de bajas y refugiados que originó, sino porque el país se vio inundado con el ingente material militar que trajeron los rusos.
La posterior ayuda estadounidense para apoyar a la guerrilla de los muyahidines acabó de sentenciar el futuro del país durante décadas. Conjuntamente con la financiación desde Arabia Saudita y otros países islámicos, en total se gastaron miles de millones de dólares en la compra de toda clase de armamento y munición. Aun hoy no cesan de localizarse enormes depósitos intactos, que se usaron entonces como bases logísticas de retaguardia, en cuevas cercanas a la frontera con Paquistán.
Si a eso se añade todo el material moderno que han dejado atrás los países occidentales y que ha caído en 2021 en manos de los talibanes, no hace falta ser clarividente para deducir que ese combustible alimentará la guerra durante todavía muchos más años, por más que momentáneamente haya paz.
La predominancia casi absoluta de la religión islámica en todo Afganistán no deja de ser otro factor que empeora la situación, no por el tipo de religión que es, sino por el tipo de sociedad que su aplicación extrema acarrea.
Si algo ha puesto siempre de acuerdo a todas las facciones de los talibanes, como para usarla como justificante de su acción militar continuada desde 2001 hasta 2021, es su animadversión a que exista una sociedad donde haya unos mínimos derechos legales individuales y colectivos garantizados. Para ellos, todos los ciudadanos están sujetos únicamente a la sharía o ley islámica, con el Corán como texto cuya literalidad es fuente legal.
Un ejemplo de esa hipocresía religiosa es el asunto de las drogas. Desde la victoria de los talibanes frente a los señores de la guerra que quedaron tras la retirada soviética, cada cierto tiempo se intentó vender como factor positivo de su llegada al poder el acabar con el cultivo de narcóticos en el país. Nada más cercano a la realidad.
La demostración palmaria de esa falsedad es que precisamente las zonas donde más se ha cultivado droga en Afganistán históricamente han sido las provincias pastunes del sur, donde más arraigo tienen los talibanes y donde, en teoría, bastaría la palabra de los mulá para que no tocase la tierra una sola plántula.
Enfrentados a una pobreza extrema, el cultivo de amapolas entre los agricultores ha sido uno de los pocos modos a su alcance para sacar a su numerosa prole adelante con el poco terreno del que fuese dueño o que arrendase. Poco o nada hicieron los talibanes por erradicarlo, siendo usado como escusa en 2001 para mejorar su imagen de cara al exterior, dada la presión de la comunidad internacional, debido a las atrocidades de todo tipo que cometían.

Debido a la naturaleza delictiva de la mercancía, la gráfica superior debe mirarse únicamente con propósitos orientativos. Los datos de 2001 deben considerarse incompletos y falsos, por ser mera propaganda y estar el país entero sumido en una guerra. Los altibajos en cuanto a producción son irrelevantes, dado que, si baja la producción, aumenta su precio al aumentar la demanda. Las fluctuaciones anuales pueden deberse a malas cosechas o a un exceso de oferta en otros países, como por ejemplo México.
La prueba de que los datos del año 2001 son una mera farsa es que, si en 2001 no hubo producción sin que millones de agricultores hubieran muerto de hambre al no poder comprar alimentos, hubiera sido muy fácil mantener la situación desde 2002 en adelante, evitando así que por dejadez el cultivo se convirtiese en 2006 en una plaga y fuese a la vez una necesidad vital, al haber invertido los campesinos sus pocos recursos disponibles en comprar semillas.
La droga en sí no financia a toda la insurgencia, pero sí que es una fuente doble de beneficios para los talibanes. Además del aspecto monetario, uniría a los agricultores a su causa si desde el gobierno central o las fuerzas internacionales se les ocurría destruir los campos de cultivos. Si la cuestión religiosa o nacional no acercaba a los pobres campesinos a su bando (bastante tenían con llevar una vida mísera y dura), la defensa de los campos de amapolas para evitar su destrucción sí que lo haría.

Enfrentados con este dilema, desde los cuarteles de la International Security Assistance Force (ISAF) en Kabul apenas se intentó limitar su cultivo, lo que daba lugar a imágenes como la mostrada, en la que las tropas de los países occidentales patrullaban a través de un bello y aparentemente inocente mar de amapolas.
Pero desde luego a nadie se le escapaba entonces que esa idílica estampa encerraba una faceta destructiva. Mientras más se extendía el cultivo, más dependientes se volvían los campesinos de la voluntad de los talibanes, ya que garantizaban la integridad de su cultivo y la ruta por la que podían vender su producción a los traficantes, que previa comisión a los talibanes, movían la mercancía hasta los puertos de Pakistán y de Irán.
El tráfico de droga hacia los puertos iranies era y es un obsceno espectáculo. Las autoridades religiosas de ese país teocrático exhiben una impúdica hipocresía ejecutando sin miramientos al que pillan traficando con la droga, para luego ser ellos los que venden la mercancía al exterior para financiar así su revolución y la expansión de su terrorismo internacional.
Como anécdota, las Naciones Unidas enviaron gratis a Irán una serie de gafas de visión nocturna de tecnología avanzada, en teoría para evitar el tráfico de drogas en la frontera. Tras ser recepcionadas fueron reembarcadas en un avión con destino al Líbano, para ser entregadas a Hezbolá.
Las tímidas campañas de erradicación realizadas en la provincia de Helmand llegaron demasiado tarde y no consiguieron nada. Mientras la demanda en el exterior fuese alta, lo único que tenían que hacer los traficantes era dispersar los cultivos, dirigiendo la producción hacia las provincias orientales. Obviamente, mientras se llevasen su comisión los cargamentos de droga no tenía ningún problema en llegar a Pakistán, tutelados por los talibanes y con la bendición de todos los mulá con los que se cruzaban.

El no atacar directamente el cultivo de amapolas fue un gran error que debe achacarse a la tendencia a mirar el corto plazo en vez de los beneficios a la larga. Todo lo que toca la droga lo acaba destruyendo, dejando en su recorrido un reguero de cadáveres y gigantescos problemas.
Tanto en Afganistán como en los países vecinos, la droga se ha convertido en un quebradero de cabeza para las autoridades, con millones de ciudadanos teniendo que buscar cada día la dosis que necesitan. Los grandes impulsores de tanta desgracia y calamidad en Afganistán son las grandes mafias o redes criminales, siendo estas a su vez potenciadas por el estado fallido en que se ha convertido Pakistán, fuente primordial de inestabilidad.
Como fue una constante en el siglo XX, al establecerse los límites entre países vecinos, en este caso Pakistán y Afganistán, se hizo sin grandes consideraciones de unidad social o política. De este modo, gran parte de la población Pastún quedó a ambos lados de la frontera, dándose el caso que en Afganistán son la etnia mayoritaria (40% aproximadamente) mientras que en Pakistán son minoría (un 14%) frente a los punyabíes (44%) y demás.
Para el gobierno pakistaní siempre ha sido de gran prioridad el usar a los pastunes nacionales para influir en los de Afganistán, intentando conseguir de esta manera convertir al vecino en un estado satélite al que manipular según sus intereses, sobre todo en relación con su gran rival, la República de la India.

El gran inconveniente que han tenido es que las tribus y etnias en Afganistán recelan históricamente unas de otras, por lo que nunca han podido los pastunes imponer su voluntad frente al restante 60% de población.
Únicamente mediante una injerencia directa puede Pakistán evitar ese escollo e impulsar el dominio de los pastunes afganos sobre el resto de sus compatriotas, y esa oportunidad fue la que se le ofreció en bandeja al servir en los años ochenta como plataforma para adoctrinar, entrenar y armar a los muyahidines pastunes.
La herramienta para esa maniobra fue la Dirección de Inteligencia Interservicios, conocida por sus siglas en inglés como ISI. Los miles de millones de dólares que llegaban a Pakistán eran canalizados según la afinidad con el poder y los intereses políticos. De esta manera empezaron a surgir varias organizaciones político/religiosas que actuaron en el tablero militar afgano como peones de los intereses del ISI. Es el caso de Hezbi Islami Gulbuddin (HIG) dirigida por Gulbuddin Hekmatyar, Al Qaeda con Osama bin Laden y Aymán al-Zawahirí, además de la red criminal Haqqani, a cuyo mando estaba inicialmente Maulvi Jalaluddin Haqqani.

El gran peligro que encierra desde sus inicios la red Haqqani ha sido su funcionamiento como una verdadera mafia. Para ellos, la escusa ha sido la liberación de Afganistán del dominio extranjero, la imposición de la sharía o el nacionalismo pastún. En el fondo, su objetivo final ha sido el poder en su forma más brutal: su obtención, ostentación y abuso.
Los que pensaron en sus inicios que serían unas meras fichas en el tablero político se han encontrado con un grupo criminal que no responde a los intereses que no sean los propios. Incluso para Pakistán se han convertido en una amenaza, desafiando abiertamente los designios del ISI y del gobierno en Islamabad, obligándoles a intervenir militarmente en el territorio que controla la organización en el país para desmantelar el santuario de militantes uzbecos del IMU, que habían encontrado asilo en la región para ser usados como ejército personal de los Haqqani (al escribir en cirílico son frecuentemente confundidos con chechenos).
Como se describe en un análisis de Daniel Perez, la red Haqqani ha sido la más permeable a aceptar la visión de una yihad global y mientras siga siendo beneficioso para sus intereses, no tiene el mayor problema en ayudar y facilitar la existencia de Al Qaeda, los Talibanes de Pakistán (TTP) e incluso ISIS-K, pese a que en teoría son rivales (cuando no enemigos) entre sí.
El juego mortal al que el grupo está jugando les está saliendo por el momento de maravilla. Precisamente contra ellos no se dirigió nunca el principal esfuerzo aliado en contrainsurgencia, salvo por los ataques con drones contra su cúpula.
Partiendo del territorio conocido como Loya Paktia -que comprende las provincias de Jost, Paktia y Paktika– fueron paulatinamente extendiendo su influencia hasta llegar a las provincias que rodean Kabul, para a continuación llegar a realizar una campaña de brutales atentados terroristas en la capital afgana.
Posteriormente, sus contactos con otros grupos a los que siempre ha apoyado (como el IMU) les ha permitido asentarse en las provincias septentrionales de Afganistán, usando su dinero para superar las suspicacias tribales. Y a quienes se les han opuesto, no han dudado en matarlos de la manera más directa, como lo haría la mafia. Este es el motivo por el que al contrario de lo que ocurrió en los años noventa, esta vez la expansión del dominio talibán no fue desde las provincias pastunes del sur hacia las del norte, donde encontraron cada vez mayor oposición, sino que precisamente varias de las primeras provincias en caer lo fueron en el norte. Así consiguieron cerrar las fronteras con Uzbekistán, Tayikistán y Turkmenistán y evitar la formación de otra Alianza del Norte como la dirigida por Ahmad Massud.
En el escaso tiempo que llevan tras asumir el poder, los miembros de la red criminal Haqqani se han convertido en el agente principal de poder en Afganistán. Además de ocupar las carteras más importantes del gobierno, han iniciado una campaña de acoso contra el resto de sus socios talibanes, haciéndoles perder visibilidad por miedo a ser asesinados mediante atentados.
La violencia comienza a exportarse a los países vecinos, con la tensión creciendo en la frontera de Tayikistán, donde parecen haber buscado refugio Ahmad Shas Massud (el hijo del carismático líder de la Alianza del Norte asesinado por Al Qaeda en agosto de 2001) y Amrullah Saleh, autoproclamado presidente de la República Islámica de Afganistán.
China ha buscado ocupar el vacío de poder dejado por las fuerzas occidentales, comprometiéndose a ayudar al gobierno talibán a cambio de explotar los recursos del país, reforzando de paso su alianza con Pakistán para contrarrestar a la Republica de la India. En apenas días ha comenzado a lamentar haberse metido en el avispero afgano, dado que el ISIS-K y los independentistas de Baluchistán en Pakistán les han declarado la guerra. En dos semanas sucesivas, terroristas del ISIS-K han aprovechado las oraciones del viernes para realizar sendos ataques suicidas en mezquitas de Kandahar y Kunduz, ambos contra la minoría chiita, perpetrados respectivamente por un terrorista de Baluchistán y el otro por un uigur (musulmán de origen chino).
Si alguien espera que, ahora que los talibanes gobiernan Afganistán, las docenas de miles de radicales armados hasta los dientes vuelvan tranquilamente a su poblado para cultivar un pedazo de tierra y a pasar miserias, no puede estar más equivocado.
En medio del colapso económico más absoluto, con toneladas de drogas circulando, una enorme cantidad de armas a disposición y cuatro veces más población que en los años ochenta, las palabras que escribió Churchill hace más de un siglo vuelven a adquirir vigencia. La guerra todavía no ha acabado, contando con una nueva remesa de carne fresca para luchar a muerte, al modo afgano, unos contra otros y todos contra el extranjero.
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