
Desmantelando la Flota Nuclear (II)
Más allá de Rusia: Las otras armadas
Por Christian D. Villanueva López
La Unión Soviética en su día y su heredera, la Federación Rusa, no son los únicos estados con serios problemas a la hora de enfrentarse al proceso de baja y desmantelamiento de los buques de superficie y submarinos de propulsión nuclear, así como de los misiles armados con cabezas de guerra nucleares que puedan portar. Ejemplos como el de los propios EE. UU., el Reino Unido o Francia evidencian la dificultad de llevar a cabo una tarea demasiado onerosa en tiempo y recursos, cayendo en la tentación de postergar el problema más allá de lo razonable.
Cuando el 25 de diciembre de 1991, apenas media hora después de finalizar el discurso de renuncia de Gorbachov, la Bandera Roja dejó de ondear en lo alto del Gran Palacio del Kremlin, pocos podían adivinar el monumental caos que se apoderaría de Rusia en los años siguientes. Un caos que llegó prácticamente en el minuto uno tras la renuncia del premier comunista y que tuvo momentos que, de no haber sido dramáticos, hubiesen sido hilarantes. Por ejemplo, el 1 de julio de 1993 el jefe de la Flota del Mar Negro -el almirante Baltin- ordenó que la bandera naval soviética volviese a lucir en los navíos de guerra bajo su mando. Un mando ilusorio, pues era sobre una flota que en realidad nadie sabía si seguía existiendo ya que aún no se había llegado a reparto alguno respecto a instalaciones y sistemas entre la Federación Rusa y Ucrania -algo que no se alcanzaría hasta 1997- y los propios marinos no tenían claro a quién obedecer. Por de pronto, aunque lo cierto es que buena parte de la flota estaba en puerto desde hacía meses, condenada al amarre por los recortes presupuestarios tanto como por la inestabilidad patente, se ordenó que las pocas unidades desplegadas en mar abierto volviesen a sus bases. Esto supuso que los muelles de las numerosas bahías que albergaban instalaciones navales en los mares de Barents y Blanco, así como los fondeaderos del Pacífico, el Mar Negro y el Báltico estuviesen muy por encima de su capacidad mientras los cuarteles y las tabernas locales se llenaban de marinos ociosos y temerosos de un futuro que no sabían qué podría depararles pero que se antojaba tan esperanzador como funesto. La situación se repetía tanto en los puertos rusos como en las instalaciones que la Unión Soviética había ido logrando a lo largo y ancho de todo el orbe: Tartus, Cam Ranh, Mers el Kebir, Maputo, etc, en donde el ambiente estaba aún más enrarecido, si cabe.
En 1990 la Armada Roja se jactaba de tener más de 1.000 buques en activo, e incluso a pesar de que muchos de ellos pasaron a servir bajo otras banderas, lo cierto es que fue Rusia quien se quedó con la parte del león. De repente se hubo de buscar cobijo -pues operarlos era impensable- a buena parte de los 196 submarinos nucleares que en el cambio de década estaban en servicio y que ahora no se podían hacer a la mar pasando así a unirse a otras docenas de submarinos que en décadas anteriores se habían ido dando de baja y que no habían llegado a desmantelarse. Algo muy similar a lo que sucedería con la flota de superficie y con gran cantidad de buques de la ya extinta Morflot, o con los dedicados a la investigación oceanográfica o espacial -siempre con un componente militar- e incluso con los rompehielos de Atomflot, vitales para mantener abiertas las rutas árticas que, de hecho, prácticamente se abandonaron. Hablamos de un total de 468 reactores nucleares navales construidos hasta 1989 -de los cuales la mayor parte continuaba en servicio- que, de momento, dependían para su seguridad de unas tripulaciones profesionales y comprometidas pero que, sin saber siquiera a quien estaban subordinados ni cuál sería su futuro, se mantenían a la expectativa, esperando que llegase su próxima paga, algo que en muchos casos no sucedió. Un problema mayúsculo cuyas consecuencias, de no ser por la ayuda internacional, tanto como por el buen hacer de muchos militares rusos cuya dedicación fue mucho más allá de lo exigible, podrían haber sido dramáticas.
https://www.revistaejercitos.com/2019/05/26/desmantelando-la-flota-nuclear-i/
El lector ha de tener en cuenta que de un presupuesto militar para el conjunto de la URSS de 343.617 millones de dólares para el año 1988 se pasó, en apenas una década, a los raquíticos 19.243 millones de dólares invertidos en 1998, año en el que se llegó al punto más bajo en lo que a gasto militar se refiere. Así, sin efectivo ni tan siquiera para 10 días de mar al año en el caso de la mayor parte de los buques, con la carga de una flota sobredimensionada y el lastre de desmantelar las unidades más herrumbrosas, la perspectiva de contar con una Armada de “aguas azules” con la que hacer frente a la todopoderosa US Navy, verdadera obsesión en los pasillos del Kremlin durante los años 70 y 80, quedó reducida a cenizas. Hacia 1997 se alcanzaba el punto más dramático en cuanto a escasez de salidas –se puede decir que en ese año no llegó a haber ningún día de mar para la mayoría de las tripulaciones- y de medios –desde combustible hasta recambios-.
Llegados a este punto es obligado decir que, por más que en la actual situación de rivalidad y desconfianza nadie esté dispuesto a admitirlo, estabilizar a un enfermo terminal como lo era la VMF de los años 90 solo fue posible gracias a la ayuda de los EE. UU. y, en menor medida, de otros estados como Noruega o Japón. Fueron los EE. UU. quienes impulsaron y financiaron -además de ofrecer un indispensable apoyo político y técnico- cuantos programas relacionadas con el desmantelamiento de los buques de propulsión nuclear y de las armas nucleares se llevaron a cabo. Esto hizo posible que la VMF respirara y, de hecho, sobreviviera hasta que la llegada de Putin al poder y sus reformas unidas al alza de los precios de los hidrocarburos hicieran el resto. Sin dicha colaboración -y una enorme provisión de fondos- el mundo en que vivimos hoy sería, si cabe, más inseguro, tanto en el aspecto estratégico como en el medioambiental y posiblemente Rusia sería un país sin armada o con unas fuerzas navales ridículas y totalmente costeras, pues nunca hubiese podido superar por sí misma el problema de la desclasificación de sus buques nucleares en tiempo y modo y seguiría hipotecada por este proceso. De 1990 a 1995 la Armada Rusa perdió aproximadamente el 50% de sus efectivos navales, empeorando más si cabe la situación en el caso de la Aviación Naval, cuya plantilla se redujo en un 60%. Del mismo modo, el número de buques y submarinos en activo disminuyó drásticamente y el estado de los que continuaban operativos se deterioró considerablemente al ser incapaz el estado ruso de proveer los fondos necesarios para las reparaciones y modernizaciones necesarias en este tipo de sistemas.
El colapso económico y social que siguió a la implosión soviética y el evidente riesgo que suponía para el medio ambiente el centenar largo de cascos en mal estado que llegaron a amontonarse en las bahías rusas tanto del norte como del Extremo Oriente obligaron a Moscú a recurrir a la ayuda extranjera, especialmente la que le ofrecieron los Estados Unidos -preocupados por la posibilidad de proliferación-, Noruega, Alemania y Japón, estos últimos también por motivaciones medioambientales. Iniciativas como la que encabezaron los senadores Sam Nunn y Richard Lugar, bajo el programa CTR (Cooperative Threat Reduction Program) permitieron liberar cientos de millones de dólares utilizados para pagar al personal de los astilleros y los centros de desmilitarización de las armas nucleares, así como para construir las infraestructuras necesarias para albergar con seguridad los reactores y materiales que seguían acumulándose hasta el momento de su neutralización. La iniciativa, de hecho, fue más allá, puesto que permitió destruir también centenares de toneladas de armas químicas y biológicas, en un esfuerzo sin precedentes a la vez que permitía que miles de científicos soviéticos pasaran del complejo militar-industrial a la investigación civil. Sin embargo, antes de valorar el éxito de este proyecto, conviene saber cuál era la situación real en la antigua Unión Soviética para entender qué motivó una ayuda semejante por parte de los, hasta hace poco, enemigos.

US Navy: No es oro todo lo que reluce
Acabamos de explicar que únicamente la ayuda estadounidense logró contener una situación explosiva en Rusia. No obstante, el país norteamericano se ha enfrentado durante estos años a sus propios problemas en relación con el desmantelamiento de los buques de propulsión nuclear, el tratamiento de los residuos y las decisiones a adoptar respecto a algunas unidades, como el USS Enterprise (CVN-65). El “Big E” propulsado por ni más ni menos que ocho reactores -frente a los dos de las posteriores clases Nimitz y Gerald R. Ford- y en situación, por el momento, de reserva, ha supuesto un auténtico quebradero de cabeza, precisamente por lo peculiar de su propulsión que, como el lector supondrá, genera una cantidad de residuos y unos costes de mantenimiento que rompen cualquier límite. No obstante, los CVN no son, ni de lejos, el programa que mayores cargas genera a la industria nuclear.
Si los EE. UU. han fabricado en las últimas décadas una docena de portaaviones de propulsión nuclear, totalizando 32 reactores, la flota submarina multiplica por mucho esa cantidad. Desde la construcción del Nautilus se han sucedido diversas clases de SSBN y SSN, totalizando 192 reactores, sumando todos los SSBN -Georges Washington (5), Ethan Allen (5), Lafayette (9), James Madison (10), Benjamin Franklin (12) y Ohio (18)- y SSN -Skate (4), Skipjack (6), Permit (14), Sturgeon (37), Los Angeles (62), Seawolf (3) y Virginia (17)- y sin contar los destinados a investigación, que suponen una pequeña cantidad adicional. Dado que también se construyeron algunos buques de superficie de propulsión nuclear como el USS Long Beach o el USS Brainbridge, sumando 9 unidades en total, además del NS Savannah, aunque en este caso se trataba de un mercante. En cualquier caso, hablamos de más de 200 reactores a gestionar una vez producida la baja del buque, una tarea titánica que, sin embargo, los EE. UU. estaban mejor preparados que nadie para acometer, toda vez que es el país con mayor número de centrales nucleares y que nunca han escatimado medios para estas tareas. Con todo, no está siendo fácil, como veremos.
Desde 1970 el gobierno estadounidense estuvo buscando localizaciones adecuadas en las que enterrar de forma definitiva tanto el combustible nuclear gastado, como los residuos con un alto grado (HLW o High-Level Waste) de contaminación procedentes de los distintos procesos a que se somete el combustible, amén de a los muchos componentes contaminados que genera la industria nuclear tanto militar como civil. Después de invertir alrededor de 15.000 millones de dólares, la Administración Obama renunció en 2010 a construir un depósito en la zona de Yucca Mountain, en Nevada, debido a la fuerte oposición por parte de los habitantes de dicho estado. Esto ha dejado a la industria nuclear estadounidense como estaba, dependiendo de zonas de almacenamiento “transitorias”, como la que hay en Utah y que albergan más de 40.000 toneladas de residuos de diversos tipos.
A diferencia de la Federación Rusa, eso sí, los EE. UU. no tienen problemas para desmantelar los cascos y, de hecho el proceso, una vez el buque abandona la Flota de Reserva, es relativamente rápido, ocupando a los operarios, de media, poco más de un año terminar el proceso de desmantelamiento. Como en el resto de estados, todo aquellos susceptible de ser monetizado de alguna forma, se vende, mientras que aquellas partes más comprometidas se reciclan o destruyen completamente. Los residuos menos problemáticos, incluso los contaminados, hasta donde hemos podido saber se procesan sin mayor problema, restando únicamente el problema de los reactores, alojados dentro de su compartimento especial y debidamente sellados.

En lo concerniente a los reactores navales, se han contabilizado en más de 100 toneladas los residuos generados por el proceso de fisión. Hasta 1992, todo este material se gestionaba a través de la Idaho Chemical Processing Plant, un programa que pese a haber finalizado, no ha servido para evitar que la US Navy continúe enviando el combustible usado a dicha planta para su posterior almacenamiento “temporal”. Claro está, por más que se puedan alojar los residuos debidamente embalados y protegidos en estos depósitos, con un nivel de riesgo ínfimo, tienen una capacidad máxima limitada que choca con el periodo de decenas, cientos o, en función del material, miles de años que tardan en degradarse y dejar de ser un peligro para la salud y el medioambiente.
Curiosamente, el problema de los EE. UU. es prácticamente el contrario del que asolaba a la Federación Rusa: Tenían una cantidad desorbitada de dinero que destinar a luchar contra el problema de los residuos nucleares, pero o bien no sabían en qué gastarlo o bien no podían gastarlo adecuadamente por diversos motivos. En 1982 el Congreso de los EE. UU. aprobó la Nuclear Waste Policy Act (NWPA) en la que se obligaba al Departamento de Energía a crear una zona de almacenamiento geológico en el que alojar los residuos. Además, la industria eléctrica debía pagar 0.0001 dólares por Kw/h producido -que evidentemente trasladaban al consumidor final- para costear la construcción y mantenimiento de dichas instalaciones. Para 2011 se habían acumulado más de 25.000 millones de dólares sin gastar y el sistema establecido seguía produciendo 750 millones de dólares al año que no se llegaban a invertir.
Se ha llegado a una situación de cuasi-bloqueo, en la que un país que cuenta con una industria nuclear perfectamente desarrollada -no en vano los EE. UU. mantienen 98 reactores en funcionamiento para la producción de energía nuclear civil-, con la infraestructura adecuada y los medios financieros, se ve impedido, por razones políticas, a la hora de gestionar los residuos. Por suerte para todos, algunas de estas limitaciones son ajenas a los propios EE. UU., como la Convención de Londres de 1972 que prohíbe deshacerse de los residuos nucleares hundiéndolos en las profundidades oceánicas, una práctica relativamente habitual en la Unión Soviética y que los EE. UU., hasta donde se sabe, solo han llevado a cabo en una ocasión, con el reactor del USS Seawolf, retirado del casco en 1959 y hundido en el Atlántico a unos 200 kilómetros al este de Delaware.
Mientras en Washington encuentran alguna alternativa a la fallida instalación de Yucca Mountain, parece probable que el número de reactores almacenados continúe creciendo durante las próximas décadas, toda vez que es la flota submarina la que más va a crecer y modernizarse en los próximos años al amparo de la competición con la República Popular de China. Esto obligará a
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