
La eterna disputa entre los defensores de los vehículos a ruedas y los defensores de las cadenas dentro de los ejércitos, es en realidad un debate naíf, por más que a cada nuevo conflicto renazca con idéntica fuerza. Lo estamos viendo en los últimos días a propósito de la guerra de Ucrania, en la que se cuestiona la idoneidad de los 8×8 rusos. Pocos son, no obstante, los que se preocupan por debatir acerca de las cuestiones importantes: si los diseños son los adecuados, si su uso táctico ha sido el que correspondía al tipo de vehículo, si la doctrina de uso se ajusta a la realidad, etc. A lo largo de las próximas líneas hablaremos sobre estos y muchos otros temas, tratando de poner en perspectiva el debate y de situarlo dentro de las coordenadas correctas.
La necesidad de motorizar a los ejércitos surgió ya durante la Primera Guerra Mundial; no solo por la famosa irrupción del precursor del carro de combate, también por la inutilidad evidente del hasta entonces principal medio de locomoción y combate que, aparte del soldado a pie, usaban los ejércitos, como era el caballo.
Pese a resistir, de forma relativamente testimonial, la aparición de las armas de fuego (con ellas llegó el definitivo reinado de la infantería, a manos de los tercios españoles), la preponderancia de las ametralladoras y la artillería posicional en los campos de batalla de 1914, terminó por enterrar el uso de la caballería clásica como medio de maniobra y choque (la carga) de los ejércitos, amenazando con convertir los campos de batalla en las eternas e infructuosas carnicerías vistas en el Somme o Verdún.
Aun así, el caballo aun tiraba de las piezas artilleras y llevaba suministros al frente, de hecho el alabado ejército alemán de 1939, el de la Blitzkrieg (o guerra relámpago) y el arma Panzer (acorazada) aun basaba gran parte de su logística en el caballo. Serían los aliados los que introducirán masivamente un ya más que maduro sistema de vehículos a motor (el camión y su derivado utilitario, el Jeep) gracias a su extraordinaria capacidad de producción industrial.
Esta motorización fue casi simultánea al desarrollo del carro de combate y las doctrinas de guerra mecanizada, prosperando notablemente ambos bandos en este aspecto tanto en lo técnico como en lo doctrinal. La mayoría de países vieron en los medios acorazados de cadenas a las tropas de choque de la vieja caballería pesada (desde la medieval a los coraceros napoleónicos), mientras la caballería ligera (húsares y cazadores) utilizada en tareas de descubierta y reconocimiento, acogió a una creciente variedad de vehículos acorazados ligeros; a veces como una segunda vida para los carros desfasados por la rápida evolución de los medios [1] otras con nuevos ingenios de ruedas destinados a unidades de combate, como los Sd.Kfz. 251, Daimler Dingo, AB-41 o M8.
No fueron ciertamente pioneros, ya que al igual que el carro, el automóvil artillado ya había servido en la Gran Guerra (caso de los Rolls-Royce del mítico Lawrence de Arabia), pero podemos decir que fue durante el periodo 1939-1945 cuando las doctrinas de empleo de estos medios se asentaron definitivamente.
No será hasta más tarde cuando un nuevo tipo de guerra, que en realidad tampoco era novedoso pues se arrastraba desde el siglo anterior, como fueron los combates irregulares (hoy llamados asimétricos) post-coloniales y multitud de conflictos regionales instigados por las grandes potencias para dirimir sus intereses estratégicos, donde la falta de medios para sostener fuerzas acorazadas impulsó cada vez más el empleo de los blindados de ruedas, hasta el punto de llevar a algunos estados mayores a pensar que podían sustituir a las fuerzas convencionales.
Tanto por los citados conflictos satélites como por las necesidades de la Guerra Fría y los condicionantes del escenario centroeuropeo (rápido movimiento de fuerzas por un frente saturado de fuegos indirectos y alta amenaza aérea) impulsaron a algunos países a acelerar una mecanización que condujo a multiplicar los llamados APC (Armoured Personnel Carrier) que habían surgido como semiorugas durante la Segunda Guerra Mundial y que en los años posteriores tuvieron como principales protagonistas al M113 norteamericano y al BMP-1 soviético. La falta de capacidad de combate de estos medios de primera generación alimentó la creencia de que sus equivalentes de ruedas, como los V-100 Commando, BMR-600, Fuchs o BTR-60, podían hacer gran parte de sus funciones con menores costes operativos, además de ser más fáciles de diseñar y fabricar para países con factorías de automoción civiles (como nuestra ENASA Pegaso).

Igualmente, el fracaso en la guerra de Vietnam y cierta pérdida de influencia del US Army respecto a los Marines en las tareas de proyección del poder militar de EEUU, obligó al por entonces jefe del estado mayor, General de ejército Erick Shinseki, a diseñar un nuevo tipo de unidades de intervención que pudieran enfrentarse a fuerzas regulares (cosa que no podían hacer las paracaidistas) pero fueran capaces de acudir rápidamente por aire al escenario del combate (anticipándose así a los despliegues navales); habían nacido las brigadas Stryker, nombre procedente del vehículo básico que las equipaba, un derivado del diseño suizo Mowag Piraña.
La idea no era nueva, previamente ya se habían lanzado programas para desplegar fuerzas de este tipo, liderado precisamente por los Marines (que adoptó el LAV-25, un miembro previo de la familia Piraña) y del que el ejército se había retirado para centrarse en su novísima fuerza acorazada, formada por los M1 Abrams y M2/3 Bradley.
Este último vehículo, y su precursor alemán (con una gran tradición acorazada) el Marder, fueron el origen de lo que se conoce como AIFV (Armoured Infantry Fighting Vehicle) y que se diseñó para que, al contrario del APC, la infantería no tuviera que bajarse del vehículo para combatir [2]. Equipados con cañones automáticos de calibre medio, buen blindaje e incluso misiles CC, estos vehículos y la necesidad operativa que venían a cubrir cerraban aparentemente cualquier debate previo (embrionario realmente) sobre el uso de ruedas en las unidades de choque.
Ciertamente, Cuando Saddam Hussein invadió Kuwait en 1990, las fuerzas terrestres occidentales se encontraban en un momento de gran incertidumbre (caída del muro de Berlín y del mundo bipolar); dicho conflicto vino a demostrar la necesidad y letalidad (por si los conflictos árabe-israelíes no lo hubieran hecho ya) de las fuerzas acorazadas diseñadas años atrás. Al mismo tiempo, los países con mayor tradición en el uso de medios ligeros debido a sus responsabilidades coloniales, caso de Francia, vieron como sus descuidadas fuerzas basadas en el VAB, AMX-10 y el entonces último carro de combate de primera generación de la OTAN, el AMX-30B2 [3], eran destinadas junto con las fuerzas aerotransportadas a una misión completamente secundaria.
Para más abundamiento, el 11-S y la lucha contra el terrorismo embarcó a EEUU años después en dos conflictos muy similares a los que se vivieron anteriormente en Sudáfrica, Somalia o Chad, y donde las nuevas y flamantes brigadas Stryker y sus blindados de ruedas volvieron a naufragar.

El éxito de la rueda, un arma de doble filo
El empleo por parte de los insurgentes en Irak y Afganistán de minas, artefactos explosivos improvisados (IED) y cohetes RPG (como vemos, nada que no se conociera de conflictos pasados) puso en jaque a las fuerzas norteamericanas, que rápidamente (en otro alarde de capacidad económico-industrial) los sustituyeron por decenas de miles de vehículos MRAP (Mine Resistant Ambush Protected) de nueva concepción que dieron un excelente resultado en aquel momento, pero cuya única virtud era protegerse de las explosiones inferiores provocadas por las minas, siendo demasiado pesados y poco maniobreros (especialmente en TT) para ser auténticos vehículos de combate.
Y es en este punto donde los departamentos de doctrina y técnica militar de los principales países occidentales empiezan a perder el rumbo. Lejos de aprender la lección (aparte del eufemismo, parte de su trabajo es ese, analizar lecciones aprendidas) e impulsados por desarrollos industriales de diversa índole y sus intereses económicos, han incentivado una nueva generación de AIFV de ruedas que pretende no sólo relevar al modelo de cadenas (el precursor ha sido nuevamente Francia), también reunir las capacidades anti IED de los MRAP, lo que es un completo error.
Para empezar los requisitos de empleo de ambos sistemas, uno un medio de maniobra y otro un clásico APC de protección, son completamente diferentes; no habiendo medido correctamente el alcance de la amenaza que minas e IED representan para una unidad de maniobra convencional. Primero porque al contrario que una fuerza de paz, aquella no transita por rutas predeterminadas al alcance físico del enemigo (instalar las trampas explosivas) ni cede la iniciativa (abriendo rutas o escoltando convoyes) renunciando a operaciones ofensivas propias de la maniobra de combate. Y segundo porque esta última tiene unas necesidades de combatir eficazmente que poco tiene que ver con el ahorro logístico de las misiones de paz, interposición y pacificación, que eran su reducto en base a otro concepto que aunque se parece a la eficacia es muy diferente, como es la eficiencia (capacidad operativa suficiente al menor coste posible). Hacer la guerra es caro, pero no puede renunciarse a hacerla con los medios más adecuados para vencer.
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