
Los Estados Unidos han pedido a sus aliados europeos que multipliquen su inversión en defensa y que se hagan cargo en un plazo razonable de tiempo de su propia seguridad para, de esta forma, poder concentrar sus esfuerzos en la región de Indo-Pacífico y en el reto que implica contrapesar las crecientes capacidades militares de la República Popular de China. Hasta ahí, todo dentro de lo normal en vista del nuevo contexto global y de la necesidad, por parte estadounidense, de liberar recursos para asegurar su posición de hegemón, batalla que se libra más en el Pacífico que en el Atlántico. Sin embargo, las exigencias de la Administración Trump tienen una contraparte muy interesante, y es que a pesar del desarrollo que la industria europea de defensa vivirá como consecuencia de la mayor disponibilidad de fondos, lo más probable es que termine condenada, al mismo tiempo, a un papel de segundón, en el mejor de los casos. Lo que es peor: la UE en su conjunto podría quedar relegada a potencia de segundo orden de perder de vista las cuestiones prioritarias y las secundarias, en un momento en el que la histeria por una posible retirada parcial de los Estados Unidos de Europa o las negociaciones entre Trump y Putin respecto a Ucrania se han convertido en árboles que no dejan ver el bosque.
Índice
- La gran batalla de nuestro tiempo
- Las cartas marcadas de Trump
- La defensa no lo es todo
- El futuro no está escrito
La gran batalla de nuestro tiempo
En términos globales, asistimos a una lucha sin cuartel entre naciones y empresas de todo el mundo por ocupar la punta de lanza de la innovación tecnológica. Esta es, sin embargo, una visión un tanto errónea, pues lo cierto es que da la impresión de que se habla de corporaciones indias, rusas, brasileñas, británicas, australianas, alemanas, francesas o chinas, cuando son principalmente un puñado de empresas estadounidenses las que ocupan esta posición, seguidas a mucha distancia por algunas empresas de otras latitudes; en muchos casos compañías chinas participadas o alentadas por el Gobierno comunista y con una importante relación con las Fuerzas Armadas del país.
Se trata, en cualquier caso, de una lucha crucial por lo que implica en relación con el proceso de transición de poder, que unos Estados Unidos todavía hegemónicos intentan evitar y que la República Popular de China pretende forzar, si bien no tiene ni mucho las mejores cartas para lograrlo. Al fin y al cabo, aunque China lleva años intentando (y desde la crisis provocada por la pandemia ha aumentado sus esfuerzos) situarse como el polo central de la economía mundial (en la convicción de que tras ocupar este puesto, la supremacía militar terminará por caer de su lado tarde o temprano), por el momento no lo ha conseguido, más bien al contrario. En buena medida por sus propios desequilibrios y problemas internos, pero sobre todo como consecuencia de que los Estados Unidos han venido apostado por una guerra comercial y por imponer una serie de limitaciones al acceso de China a determinadas tecnologías que por el momento ha dado resultados, si bien todo apunta a que el enfrentamiento se tonará cada vez más encarnizado.
Como parte de este proceso, que podríamos calificar de «metaenfrentamiento», estamos asistiendo también a una competición sin cuartel entre compañías de alta tecnología que tiene, además, importantes implicaciones en el terreno de la defensa. De hecho, en columnas anteriores hablábamos sobre cómo el auge de determinadas empresas, todas ellas relacionadas con los semiconductores, el software, la inteligencia artificial y la electrónica y las comunicaciones, estaba provocando cambios tectónicos en el sector, o amenazaba con hacerlo a corto plazo. Un corto plazo que, aunque a muchos suene extraño, es quizá el matiz más importante de todos los posibles, pues en virtud de la aceleración que está viviendo el desarrollo tecnológico, lo cierto es que cada vez es menor el espacio de tiempo que los cambios importantes necesitan para mostrarse en toda su magnitud (aquí podéis leer esto, o recurrir a clásicos como Raymond Kurzweil). Como consecuencia, el margen de maniobra de los actores es también cada vez más limitado, de forma que cada segundo perdido en decidir e implementar las decisiones se torna precioso.
Recapitulando, vemos varios fenómenos en marcha a un mismo tiempo y, lo que es más interesante, entremezclándose y evolucionando a una velocidad cada vez mayor: 1) la competición estratégica entre grandes poderes, con especial importancia en el caso de la diada China-EEUU; 2) la pugna entre empresas de determinados sectores, por ocupar los puestos más altos de la cadena de valor, y; 3) el «sorpasso» que algunas de estas empresas están protagonizando dentro del sector de la defensa, aspirando a reemplazar a las empresas «tradicionales» en tanto que actores más relevantes dentro del ecosistema industrial-militar.
Todos estos procesos vienen acompañados, además, de otros tantos que se están produciendo en paralelo y que si bien dentro del sistema-mundo tienen una importancia alta, no deja de ser secundaria en relación con los descritos anteriormente. Procesos que en muchos casos afectan a la Unión Europea y sus Estados miembros, por el momento los principales perdedores de la competición global; afirmación que queda sobradamente demostrada si atendemos a la evolución del PIB de la UE en relación con la de otras potencias y, especialmente, en comparación con el de Estados Unidos y China desde 2008. Por supuesto, el PIB es sólo un parámetro más -por importante que sea-. Sin embargo, si atendemos a la forma en que han ido variando las clasificaciones por ejemplo de principales empresas tanto a nivel global, como dentro del sector de la defensa (2008 Vs 2023), o a los balances de poder militar, las conclusiones son parecidas y en todos los casos muy negativas para los europeos.

Hay que tener en cuenta, antes de seguir con esta exposición, que como se puede ver en las dos gráficas anteriores, no hace tanto tiempo el PIB de la Unión Europea (con o sin ampliación) era parejo o incluso llegaba a superar al estadounidense. Desgraciadamente, las medidas de ahorro fiscal posteriores a la crisis de 2008 (mientras los EEUU apostaban por lo contrario) unidas a los efectos de la pandemia o a la competencia de una China que está inundando distintos mercados con sus productos, han provocado un estancamiento que recuerda en muchos sentidos al que sufrió Japón entre la última década de los 90 y la primera del presente siglo. Algo que sólo puede ir a peor cuando la guerra comercial entre Trump y Xi Jinping se recrudezca, ya que China buscará en Europa una salida a su enorme producción (ya se está viendo con los vehículos eléctricos), aprovechando los bajos aranceles.
Además, está el espinoso tema ruso. Una potencia que Obama definiera en su día como «potencia regional» y que desde 2008 con Georgia y especialmente 2014 con Dombás y Crimea, ha supuesto un problema de seguridad (en sentido amplio) para unos europeos que no sólo carecen de medios para defenderse de una agresión (especialmente si esta es de carácter estratégico/subnuclear) salvo en el marco OTAN sino que, a la vez, han demostrado: 1) ser dependientes de Rusia (y ahora, cada vez más, de los EEUU) como suministrador de hidrocarburos baratos; 2) estar limitados por factores de corte ideológico, que provocan que las respuestas que se valoran consistan en muchos casos apenas en sanciones, con todo lo que ello implica y; 3) ser también víctimas de un constructo económico y político (la UE) que salvo que se introduzcan cambios importantes en los Tratados ( al estar basada en los Estados) es muy difícil de extrapolar a defensa, conformando así un verdadero pilar.
Lo más «entretenido» del asunto llega, en cualquier caso, cuando subsumimos este enfrentamiento entre la Unión Europea y Rusia (dos proyectos imperiales cada uno a su manera, por cierto) dentro de la competición global, más amplia. Algo especialmente fácil de hacer ahora que se atisba una salida a la guerra de Ucrania, pues han comenzado unas negociaciones entre Estados Unidos y Rusia (y, en breve, entre Trump y Putin) de las que la Unión Europea (que Rusia no reconoce como interlocutor válido) ha quedado fuera (al igual que Ucrania), si bien desde Washington aseguran que serán tenidos en cuenta sus opiniones y puntos de vista.
Decimos esto, porque sea cual sea el resultado de las negociaciones, los europeos tienen una vez más las de perder. Y además, como en muchos aspectos la política internacional es un juego de suma cero, tienen muchas papeletas para que la derrota europea sea un triunfo no tanto para Rusia como para los Estados Unidos de Trump; aliados firmes (pese a la interpretación que muchos han hecho de forma un tanto histérica de las palabras de Hegseth ante el Grupo de Ramstein y en la ministerial de la OTAN), pero también y al mismo tiempo competidores con ideas mucho más claras respecto a su papel en el mundo y sus objetivos en tanto que potencia dentro de un sistema (y es que Cristo dijo hermanos, pero no primos).

Las cartas marcadas de Trump
De todo lo anterior se deduce que, si los europeos no juegan bien su cartas para presionar sobre los Estados Unidos -haciendo valer sus intereses en las negociaciones con Rusia-, se corre el riesgo de que efectivamente la profecía de que esto podría dar lugar a un mal acuerdo termine por cumplirse, lo que a su vez afectaría gravemente a la seguridad (y especialmente a la percepción de seguridad) de algunos Estados europeos, como es el caso de los bálticos. Máxime si el acuerdo implica una retirada parcial de las tropas norteamericanas en el Viejo Continente, como parece cada vez más claro que va a ocurrir tarde o temprano, viéndose obligados los europeos a suplir con fuerzas propias a los alrededor de 20.000 militares estadounidenses que podrían ser redesplegados. Ahora bien, incluso jugando con acierto sus cartas, es posible que hasta el mejor resultado posible para la UE sea en términos de la competición global, un mal resultado, en tanto les han tocado los peores naipes y Trump juega, además, con cartas marcadas.
Imaginemos por un momento que los europeos, decididos (y por el momento no han demostrado este tipo de unidad) a hacer valer sus intereses, llegan a un acuerdo para 1) para seguir financiando a Ucrania el tiempo que sea necesario, hasta que las dinámicas actuales cambien y esté en una posición negociadora más fuerte (pese a todo, no es un imposible en términos materiales, aunque puede que sí en términos de voluntad y acuerdo político) si los Estados Unidos no tienen en cuenta los intereses ucranianos y europeos y; 2) para enviar tropas como garantía de seguridad, en caso de llegarse a un acuerdo mínimamente aceptable, de forma que sigan siendo parte fundamental de la posguerra, a pesar de tener que hacer esto último fuera del paraguas OTAN (y aun así es dudoso que Rusia vaya a transigir con la presencia de fuerzas OTAN –pues seguirían siéndolo, como defiende Sven Biscop– en suelo ucraniano).
Bien, en el primer caso, la UE (y los británicos, que con Keir Starmer llevan tiempo diciendo que aumentarán su apoyo a Ucrania, tanto militar como financiero), deberán aceptar las consecuencias negativas de seguir manteniendo las sanciones a Rusia, además del coste de albergar un enorme número de refugiados ucranianos en algunos casos, el previsible empeoramiento de las relaciones con los EEUU (que seguramente tuviese su reflejo en una incipiente guerra comercial) y, por supuesto, el coste de seguir financiando a Ucrania, al tiempo que incrementan su propia inversión en defensa; algo de lo que no pueden (ni deben) escapar de ninguna de las formas (si bien debe tratarse de un esfuerzo graduado).
En el segundo, el coste de una misión en Ucrania para la que no se atisba fecha de cierre (podría prolongarse durante décadas en el peor de los casos) ascendería a miles y miles de millones de euros, a tenor de experiencias como las recientes de Irak o Afganistán. Hablamos de enviar fuerzas equivalentes, en el mejor de los casos, a cinco brigadas (y estos cálculos son muy dudosos). En el peor, de una fuerza equivalente a un cuerpo de ejército, con entre 25.000 y 30.000 efectivos o más (Zelenski, de hecho, pedía mucho, mucho, mucho más). Más allá de la dificultad de alistar, desplegar y rotar semejante número de efectivos (aunque sin duda concedería un impulso notable a las capacidades propiamente europeas), del reto de su Mando y Control (la UE no dispone de medios, por lo que debería ponerlos a disposición alguno de los Estados miembros o el Reino Unido) y de la necesidad de apoyo aéreo, de inteligencia y otras muchas cosas (hasta ahora siempre se ha actuado bajo el paraguas estadounidense), el gran problema sigue siendo financiero. No tanto porque el coste de la misión sea inasumible, sino porque detraería recursos de donde verdaderamente hacen falta: la «inversión útil» con repercusión en materia de defensa, que no es exactamente lo mismo que la inversión en defensa.

La defensa no lo es todo
Entenderlo obliga a volver al «metaenfrentamiento» del que hablábamos al principio del artículo. Una competición entre grandes poderes que se libra en muchos frentes al mismo tiempo, desde el económico al diplomático, pasando por el legislativo o el militar y que, dentro de este último, tienen ramificaciones muy diferentes que van desde el tamaño de los ejércitos a su capacidad tecnológica o el abanico de capacidades que poseen. Aquí es donde, para lo que hoy nos ocupa, empiezan los verdaderos problemas.
Los Estados miembros de la UE, incluso aquellos militarmente más capaces como Francia (por más que constituya un gran ejemplo de «potencia menguante») han estado perdiendo comba respecto a los Estados Unidos (y China) durante varias décadas. Algo que se hace especialmente patente cuando analizamos capacidades básicas, como las relacionadas con la proyección del poder o con el armamento de precisión (lo que quedó sobradamente demostrado por ejemplo en Libia). Peor si cabe, lustros y lustros de inversión por debajo de lo razonable han provocado que la propia industria haya quedado en su mayor parte condenada a poco más que la búsqueda de la propia supervivencia; lo que ha logrado a través de programas generalmente de desarrollo de plataformas barrocas cuyo diferencial de innovación respecto a las generaciones precedentes es muy bajo. Dicho de otra forma: a pesar de suponer una mejora, la relación entre el valor militar añadido que aportan respecto a las precedentes y el volumen de recursos necesario para su desarrollo es totalmente desfavorable. Más si cabe en los tiempos de la guerra mosaico…
No olvidemos que mientras todo esto ocurría en el Viejo Continente, los Estados Unidos sentaban buena parte de las bases de una revolución militar actualmente en ciernes que ha comenzado a vislumbrarse sólo en parte durante la guerra de Ucrania. Tampoco que, al mismo tiempo, China o Rusia han venido luchando denodadamente (cada una con sus capacidades y medios) para recortar distancias con los estadounidenses, intentando adoptar todas las tecnologías relacionadas con el mando, control y comunicaciones, el reconocimiento, las armas de precisión de largo alcance, etc. Un proceso en el que además se han visto beneficiados por la decisión estadounidense de enfangarse tanto en Irak como en Afganistán, desperdiciando cientos de miles de millones de dólares que podrían haberse destinado a innovación.
Como parte de dicha Revolución Militar en ciernes, hemos asistido también a una Revolución en los Asuntos Militares de la drónica que no es más que una pequeña ola de cambio dentro de la anterior, pero suficientemente fuerte como para haber condenado precisamente a las plataformas más grandes, caras y complejas; aquellas cuya adquisición los líderes europeos, que identifican aumentar capacidades con incrementar la producción de plataformas, así como de municiones, pretenden impulsar como clave para el futuro. De hecho, de eso van en buena medida los intentos de recuperar capacidades, reforzar la Base Industrial y Tecnológica y aumentar la capacidad de producción adoptados hasta la fecha o en estudio, cuando lo cierto es que deberían centrarse más en el futuro que en las amenazas inmediatas o en la supervivencia del conjunto del sector de la defensa en el continente (porque, nos guste o no, no todas las empresas tendrán algo valioso que aportar de cara a la guerra futura).
La apuesta radical por el futuro, por supuesto, es arriesgada. Es más, no es del todo obvio que haya atajos en este sendero. Es decir, que aunque en el pasado por ejemplo la Alemania guillermina pudo saltar prácticamente de ser un país agrícola a abrazarlos avances de la Segunda Revolución Industrial, sobrepasando a los británicos al apostar por el acero, la química o la electricidad, en el caso de las capacidades militares es más dudoso que las más avanzadas puedan construirse directamente desde cero, quemando etapas en el camino. Sin embargo, merece la pena intentarlo, pues además el desarrollo tecnológico acelerado juega en contra de aquellos que pretenden recorrer la senda ordinaria, en lugar de intentar cambios disruptivos. Por ser claros, aquellos que intenten recorrer el camino que otros han recorrido, en realidad estarán cada vez más lejos y no más cerca de su objetivo, pues aquellos a la vanguardia de la tecnología avanzarán a velocidades cada vez mayores, mientras que los que sigan su estela irán perdiendo comba y no recortando distancias.
Y lo que aplica a la defensa, volviendo sobre el «metaenfrentamiento» del que hablábamos, aplica a todo lo demás, especialmente si tenemos en cuenta, como hemos dicho, que las principales tecnológicas globales tendrán un papel cada vez más relevante en lo relativo a la defensa, siendo por tanto vasos comunicantes. Es decir, que cuanto más recursos se destinen a temas distintos de: 1) la innovación pura; 2) la creación de empresas susceptibles de convertirse en gigantes tecnológicos; 3) asegurarse un amplio mercado (no sólo como fuente de ingresos, sino también como fuente de datos con los que alimentar y entrenar a la IA; 4) dotarse de fábricas de chips que permitan la autosuficiencia especialmente en cuanto a computación y, en general; 5) todo lo que tenga que ver con tecnologías disruptivas y de futuro (espacio, nanotecnología, fusión nuclear…), más atrás quedará la UE en el «metaenfrentamiento» global y, como consecuencia, más difícil tendrá el convertirse en un actor respetado también en defensa.
Todo ello sin perder de vista que las apuestas deben decidirse aquí y ahora pues, como se ha explicado, los avances tecnológicos son cada vez más rápidos (hay quien sostiene que exponenciales como el citado Kurzweil), lo que implica que un retraso de un año en la toma de decisiones ahora equivaldría a una desventaja de muchos años en el plazo de una década.
La gran pregunta a responder para la UE, por tanto, es cómo podría conjugar: 1) la necesidad de tener una voz en las negociaciones de paz que permita atemperar los deseos estadounidenses de alcanzar una paz rápida, permitiendo un acuerdo que ofrezca la necesaria estabilidad estratégica; 2) la de tener un papel relevante en la posguerra sin que eso implique destinar recursos ingentes a mantener tropas en Ucrania, ya que se detraerían precisamente de la necesaria inversión en innovación; 3) la de equilibrar la inversión en la recuperación de capacidades presentes con el (todavía más necesario) desarrollo y generación de capacidades futuras (teniendo en cuenta el factor de aceleración del que hemos hablado y que juega en contra de la lenta Europa, lastrada como muchos de sus Estados miembros por las inercias).
De no encontrar una respuesta -y de no hacerlo con rapidez-, los europeos terminarán destinando buena parte de los recursos necesarios para asegurar su defensa futura en adquirir tecnología a los Estados Unidos de Trump, ya que el diferencial entre la producida por los gigantes norteamericanos y la que puedan ofrecer las compañías europeas será cada vez mayor. Además, los Estados miembros de la UE y la propia UE seguirán viendo cómo su peso internacional mengua, lo que derivará en una mayor incapacidad para defenderse a sí mismos (y no digamos para imponer sus puntos de vista), entrando en un círculo vicioso del que salir podría ser imposible. En resumen, Europa quedaría relegada a un papel de segundón internacional que iría más allá de la defensa (donde siempre fue una «enana militar») para extenderse también a la diplomacia y, por último, a la economía, que ha sido siempre su principal argumento en tanto que aspirante a potencia.
El futuro no está escrito
Puede parecer chocante que desde una publicación centrada en los Estudios Estratégicos y más concretamente en lo militar, se abogue no por multiplicar el gasto en defensa como solución a los problemas que amenazan a Europa, sino por una aproximación más equilibrada e inteligente. Sin embargo, dadas precisamente las amenazas y la jerarquía entre ellas, apostarlo todo a «quemar» recursos en enviar tropas a Ucrania, en alimentar a una industria de defensa que todavía no se ha adaptado a los nuevos tiempos o en recuperar capacidades «de ayer» en lugar de alumbrar las «de mañana», no sería lo más sensato; más bien todo lo contrario.
Dicho esto , buena parte de las respuestas a los problemas de los europeos, ya que como hemos dicho exceden con mucho lo militar, están en el reciente informe Draghi, que podría sentar las bases para la recuperación de la competitividad económica y para hacer de Europa, nuevamente, una potencia tecnológica (dicho lo cual, no todo han sido malas noticias en los últimos tiempo, pese a todo). Se pondrían así sólidos cimientos para construir sobre ellos. Implementar las propuestas de Draghi, sin embargo, necesitará de voluntad y, también, de astucia como para no «pillarse los dedos» por ejemplo empantanándose en Ucrania y derrochando un dinero que deberíamos destinar a aquellas inversiones que puedan revertir en la seguridad del grupo a medio y largo plazo; por la misma razón, aunque la idea le disguste lógicamente a muchos, será necesario recortar algunos gastos sociales y de otro tipo, con tal de canalizar fondos a los sectores más productivos y prometedores.
A partir de ahí, los Estados miembros de la UE deberán dar algunos pasos que sí son necesarios para asegurar su defensa a corto y medio plazo frente a una Rusia que, en realidad, no debería ser un competidor par a tenor de la población, la capacidad económica o la tecnológica. El primero y más evidente, aumentar presupuestos, sí, pero hasta niveles aceptables (es decir, sin caer en las exigencias de Trump de llegar al 5% del PIB, adquiriendo de paso mucho material y tecnología en los Estados Unidos).
Ahora bien, hay otros pasos complementarios que son ineludibles. El primero pasa por incrementar notablemente la capacidad de disuasión estratégica tanto francesa como británica (por más que estos no sean ya parte de la UE). Si bien lo deseable sería que se firmasen documentos que garantizasen que la disuasión extendida gala cubriese a sus aliados e incluso llegar a acuerdos de despliegue bajo régimen de doble llave con algunos Estados miembros, esto puede ser realmente difícil de implementar por diversos motivos. En cualquier caso, los europeos necesitan incrementar la disuasión frente a Rusia «por arriba» para que no vuelvan a producirse el tipo de desequilibrios que están detrás del inicio de la guerra de Ucrania. Esta sería una inversión -y valga la redundancia- estratégica, en el sentido de que requeriría de un esfuerzo económico limitado, pero ofrecería un rendimiento importante al ofrecer una mayor estabilidad estratégica. Dentro de este esfuerzo, además, habría que poner buena parte del acento no exclusivamente en las armas nucleares, sino también en los medios sub-nucleares, necesarios para contrapesar los que están en poder de Rusia.
Además de esto, es necesario acelerar la producción de municiones, pero entendidas en un sentido amplio. Es decir, que la apuesta no debe ser la de ASAP, buscando incrementar la fabricación de disparos de artillería convencionales, sino que se apostar por las municiones baratas y de precisión, como algunos drones que ya superan en mucho a la artillería convencional en relación coste/efectividad (el hecho de que en Ucrania sean responsables del 70% de las bajas contrarias cuando hace poco ese era el porcentaje que se atribuía a la artillería es perfectamente indicativo).
Por otra parte, debe asumirse la creación de las infraestructuras y también los cambios orgánicos necesarios para dotar a la UE de verdaderas capacidades de Mando y Control. En este sentido, por cierto, España lidera el proyecto PESCO relacionado, si bien deberá acelerarse la adopción de lo que de él resulte. Sea como sea, en caso de necesidad los Estados miembros deben poder actuar al unísono en el plano militar, algo imposible o muy difícil de hacer si no se dispone de capacidades previas en este aspecto.
También debe frenarse en seco la adopción de nuevas herramientas, a la vez que se revisa la efectividad de las que ya están en marcha (como la propia PESCO, que ha resultado en muchos aspectos un fiasco). Y, en relación, pensar si algunas herramientas ya existentes pueden emplearse mejor y de forma más generalizada, como por ejemplo la OCCAR, en este caso en materia de adquisiciones y mantenimiento compartidos.
Estos son sólo algunos de los pasos que en la UE pueden darse para compensar los que a su vez está dando la Administración Trump y que, como se ha explicado, por acción u omisión amenazan el futuro de Europa en un contexto global más impredecible, peligroso y variable que nunca. Y no, seguramente, porque los estadounidenses realmente lo quieran así, ya que difícilmente buscarán que su principal aliado sea cada vez más débil de forma consciente, algo que los acomplejados líderes europeos deberían tomar en cuenta antes de realizar determinadas declaraciones. Sucede sin embargo que los estadounidenses, como primera potencia mundial y como garantes de la seguridad europea, juegan su propia partida, ya que tienen a su disposición herramientas de presión y una capacidad de acción de la que los europeos carecen.
Esto, sin embargo, no debe hacer a estos últimos caer en las numerosas trampas que la partida de póker en marcha encierra, algo que harían de centrarse en aquello en lo que los Estados Unidos pretenden que se centren y no en lo aquello otro que representa su verdadero interés (que no siempre coincide con el de Washington). Para evitarlo, los europeos deberán equilibrar muy bien el ancho de banda y recursos dedicados a los problemas más inmediatos, de forma que no supongan un lastre a la hora de enfrentarse a aquellos más amplios e importantes, relacionados con la economía y la capacidad tecnológica. Todo lo cual necesitará de una gran dosis de voluntad política, algo que no está nada claro que llegue a estar disponible, ni siquiera aunque el entorno presione a los líderes europeos a colaborar y avanzar más y más en la construcción europea, que podría ceder bajo la presión interna y externa en un momento de auge de los populismos más aberrantes.
IMPORTANTE: Las opiniones recogidas en los artículos pertenecen única y exclusivamente al autor y no son en modo alguna representativas de la posición de Ejércitos – Revista digital sobre Defensa, Armamento y Fuerzas Armadas, un medio que está abierto a todo tipo de sensibilidades y criterios, que nace para fomentar el debate sobre Defensa y que siempre está dispuesto a dar cabida a nuevos puntos de vista siempre que estén bien argumentados y cumplan con nuestros requisitos editoriales.
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