
Las últimas semanas de 2024 estuvieron plagadas de noticias relacionadas con el documento «Armada 2050» y con la intención -de llegar a implementarse los planes en los que se trabaja- de aumentar enormemente la Flota de aquí a dos décadas, incluyendo la construcción de dos nuevos portaaeronaves y de más fragatas, submarinos y patrulleros. Pese a ello, y más allá de los anuncios y las inevitables especulaciones que siempre los acompañan, nadie ha explicado hasta el momento, ni desde la propia Armada ni desde el Ministerio de Defensa, cómo pretenden solventar los enormes retos económicos, tecnológicos, doctrinales y especialmente humanos, que planes tan ambiciosos implican. Retos que, salvo que pretendamos contar con una Armada nominalmente poderosa, pero incapaz de operar o mantener sus unidades en la práctica, deberán ser abordados antes de aprobarse la primera construcción. Tampoco porqué, pese a todo, el plan «Armada 2050» parece un tibio intento de llevar a la Armada al futuro y, por ello, una oportunidad perdida…
Índice
- Introducción
- Los imperativos tras el plan «Armada 2050»
- La realidad económica, industrial y humana
- Conclusión: una oportunidad perdida
Introducción
La prensa generalista, e incluso la supuestamente especializada, pudo aprovechar durante las últimas semanas de 2025 el «hype» provocado por la presentación a principios de diciembre del documento «Armada 2050» y los planes -necesarios pero a falta de más datos aparentemente inconsistentes-, encaminados a redirigir a nuestra fuerza naval hacia una función más de combate que de otro tipo. En puridad, ni siquiera sería este documento, sino las palabras posteriores del vicealmirante Nicolás Lapique, a la sazón Director de Ingeniería y Construcciones Navales de la Armada, quien en el marco de la feria chilena Exponaval habló de la aspiración, por parte de nuestros marinos, de hacerse con hasta medio centenar de plataformas en los años venideros, con la vista puesta obviamente en el ecuador del siglo.
Se publicaban así reflexiones de lo más ingenuas, en medios que deberían aspirar a ir más allá de los titulares, como «El análisis detallado de los planes de la Armada española en relación con sus objetivos dentro de la planificación “Armada 2050” es especialmente positivo respecto a la futura flota de buques de combate de superficie con la que ejercer el poder naval». Por supuesto, las cabeceras más proclives al «clickbait», una vez más, se centraban apenas en los números, ofreciendo titulares un más o menos delirantes del tipo «Dos portaaeronaves a estrenar caen en manos de la Armada española» o «España aspira a desplegar fuerzas navales en el Indo-Pacífico».
Y es que el documento en sí, es difícilmente criticable, pues supone un ejercicio de análisis de las necesidades futuras bastante aceptable y recoge la necesidad dotarse de capacidades que garanticen:
- «El cumplimiento de la misión ante escenarios más demandantes en todo es espectro, desde situaciones de normalidad hasta de alta intensidad, con especial atención a la zona gris, ejecutando las tres funciones específicas navales: la proyección del poder naval sobre tierra, el control del mar, y la acción marítima;
- la respuesta a los cometidos que serán exigidos como parte de la Fuerza Conjunta a la Fuerza Naval, en los escenarios de planeamiento nacional en el horizonte 2050;
- la consolidación de una capacidad avanzada de proyección, con una composición equilibrada de la Fuerza, disponiendo de sistemas de armamento decisivos, con buques de proyección de gran porte, una fuerza anfibia versátil, capacidad aérea de ala fija embarcada, un arma submarina
- renovada y sistemas no tripulados (UXV) completamente integrados con el resto de la Fuerza;
- el despliegue de operaciones bajo las premisas de defensa autónoma, enfoque y alcance global, y con capacidad para operar de forma distribuida si el escenario lo demanda».
Lo que sí es criticable -y lo explicaremos con detalle más adelante- es que se presente un documento de este tipo o se hagan declaraciones como las del vicealmirante Lapique, generando de paso una serie de expectativas que difícilmente podrán cumplirse, pero no se lancen al mismo tiempo aquellos documentos complementarios que deben servir para dar solución a los problemas que impedirán implementarlo. De hecho, se diría que en el documento «Armada 2050» hay mucho de voluntarismo, de plan de máximos, incluso, pero muy poco de análisis realista de la situación actual y de las previsiones futuras en cuanto a personal, recursos económicos o capacidad industrial necesarios para hacer del plan «Armada 2050» algo más que papel mojado.
Lo que es peor, las reflexiones esbozadas por quienes deberían ir a lo fundamental, como ocurría con el almirante Antonio Piñeiro Sánchez en las páginas de ABC (actual Almirante Jefe de Estado Mayor de la Armada), se quedaban en apenas una serie de generalidades muy adecuadas al discurso institucional, pero muy poco clarificadoras. Es cierto que el AJEMA, con muy buen criterio, dejaba claro que «para que finalice bien su periplo, allá por el 2050, esta visión debe disponer de unos recursos suficientes y estables a largo plazo, en términos económicos, humanos, materiales y tecnológicos», pero precisamente por ello, fallaba al no dedicar más esfuerzo al cómo lograr todo eso o si es verdaderamente factible. De hecho, se apreciaba incluso cierta peligrosa complacencia en sus palabras finales: «Y este es el plan, sencillo, coherente, estudiado y meditado, optimista, flexible y a su vez ambicioso y que cuenta con el apoyo de toda la organización, 21.000 hombres y mujeres que navegarán juntos hacia ese futuro y que, como siempre, darán lo mejor de sí mismos a su sociedad, a España, en y desde la mar».
Quizá quien escribe tenga el colmillo retorcido, después de años de análisis sobre programas fracasados y expectativas incumplidas, pero lo que no es menos cierto es que uno de los pecados capitales de nuestras Fuerzas Armadas desde hace demasiado tiempo, pasa por embarcarse en contratos de adquisición muy ambiciosos (no siempre motivados por las necesidades puramente militares), pero totalmente desconectados de la realidad de una institución capaz de comprar, sí, pero no de mantener, operar o modernizar en condiciones, aun cuando a fecha de 31 de octubre de 2024, el número total de unidades en activo, es decir, las que se incluyen en la LOBA de la Armada, era de apenas 97, lo que viene a ser la mitad de los que tienen Francia o Italia.
Pecado que es a su vez la consecuencia de un voluntarismo y de una capacidad de autoengaño sobresalientes (amén de las presiones industriales) que llevan una y otra vez a ver como adecuado comprar, en la esperanza de que en el futuro las cosas cambien y el resto de problemas se solucionen, y en el convencimiento de que así, al menos, en caso de crisis de nuestra seguridad, se contará con una base material sobre la que comenzar a trabajar en cómo hacerle frente.

Los imperativos tras el plan «Armada 2050»
La realidad tras el plan «Armada 2050» y la intención (y necesidad, no lo olvidemos), de construir, botar y alistar un buen número de unidades de aquí a dicho año es mucho más compleja, desgraciadamente. De hecho, se entremezclan diferentes elementos que deben ser comprendidos y valorados en su justa medida, parte de los cuales presionan en la dirección de lanzar un nuevo plan naval que deje a la altura del betún a otros anteriores como Alta Mar, mientras que otra parte siguen una dirección totalmente opuesta, desaconsejando embarcarse en tamaña apuesta y moderar el nivel de ambición, destinando recursos a otras áreas igual de importantes.
Entre los primeros podríamos citar las crecientes presiones que desde el seno de la OTAN y de la Unión Europea se ejercen sobre España para que cumpla con sus compromisos. No se trata únicamente de aumentar los presupuestos de defensa, sino de dotarse de capacidades que cubran, en el marco de la defensa conjunta, nuestra cuota de responsabilidad. Entre ellas, las que se derivarían de alistar dos buques de cubierta corrida capaces de operar aeronaves tripuladas y no tripuladas, tanto de ala fija como rotatoria. Portaaviones ligeros, en la práctica, que puedan por un lado servir en el marco de las misiones UE (por supuesto, también a los intereses puramente nacionales) proyectando poder aeronaval allí en donde sea necesaria y, por otra, en el marco de misiones OTAN como complemento a los portaaviones nucleares estadounidenses, dentro de grupos de combate más capaces y centrados en la guerra convencional y de alta intensidad. Lo mismo puede aplicarse al caso por una parte de los buques de escolta y, por otra, de medios de patrulla marítima, entre otros.
También ha de tenerse en cuenta la presión industrial, tanto más importante en casos concretos como el de las fragatas o los submarinos. En el primer caso, a lo planeado hasta el momento (las F-110) parece que se sumará, seguramente por imperativo de Navantia, la construcción de dos unidades más con notables diferencias frente a las «ordinarias» y más centradas en la defensa AAW (algo que, por cierto, se propuso desde estas páginas tiempo atrás). Decimos «por imperativo», pues nuestra empresa de bandera tiene muy difícil lograr contratos en el exterior sobre la base de un diseño que no se adapta del todo bien a los nuevos escenarios y para el cual necesitan introducir cambios como una mayor capacidad como se ha dicho antiaérea, pero también una mayor pegada.
En el segundo caso, el de los submarinos, tras los problemas acumulados por la serie S-80, se considera necesario trabajar en una variante mejorada. Además, es obligatorio, si se pretende mantener la incipiente (que no completa) capacidad de diseñar y construir submarinos en España, asegurar la carga de trabajo a décadas vista. Incluso hay quien considera que en el futuro sería posible una variante nuclear, basada en un reactor pensado para combustible con un bajo nivel de enriquecimiento, aunque estas son aguas procelosas y es elucubrar demasiado (ya explicamos, en el libro sobre el Programa S-80, las razones del fracaso del SUBESPRON…). Todo ello, por supuesto, sin olvidar siempre la necesidad de contar con carga de trabajo que asegure la supervivencia de las instalaciones en uso, un objetivo irrenunciable tanto para la empresa propiedad de la SEPI como para cualquier gobierno sea del color que sea: algo que se traduce en un plan de construcciones coherente y a largo plazo que, de hecho, desde aquí hemos pedido más de una vez.
El tema industrial, en términos más amplios, además, debe ligarse con otras apuestas ya abordadas en estas páginas hace unos meses, incluyendo la que involucra a Indra o la que ha llevado a apoyar la adquisición por parte de Navantia UK de las instalaciones de Harland & Wolff en Irlanda del Norte (Belfast), Inglaterra (Appledore) y Escocia (Methil y Arnish). La idea es que, en un mundo cada vez más impredecible e inseguro, un país como España cuente con la mayor autonomía industrial -especialmente en materia de defensa-, posible. Todo de forma que pueda responder a las amenazas dependiendo de terceros solo para lo imprescindible, lo cual beneficiará a la industria patria, permitiría mejorar la seguridad del país y, de paso, haría posible aumentar la impronta internacional del país, en lo que debería ser un círculo virtuoso. Eso sí, siempre que no se confundan medios, modos y fines y no termine por reemplazarse la estrategia de defensa por una estrategia industrial de defensa que debería ser un complemento y que ni sirve para lo mismo ni conduce al mismo destino, por más que algunos se empeñen.
Dicho esto, cabe decir que el ámbito marítimo sigue siendo clave para España. Tanto como cuando recién iniciado el siglo se decidió acometer el reto de renunciar a Francia como tecnólogo, pasando a embarcarse en el diseño y construcción de submarinos autóctonos, evitando de paso la posibilidad de que la entonces IZAR, activo estratégico, terminase integrada como anteriormente CASA dentro de un consorcio europeo en el que apenas tendríamos voz.
Más si cabe, pues el entorno es mucho más impredecible que tras el final de la Guerra Fría (y, de hecho, que durante esta). No hay que olvidar que a los riesgos tradicionales, como la presencia de buques de superficie y submarinos enemigos que puedan amenazar las líneas de comunicación marítimas o la seguridad del territorio, se unen otras nuevas, algunas de ellas insidiosas y muy difíciles de combatir. Sin ánimo de extendernos demasiado, cabe citar las amenazas a los cables submarinos -tanto de comunicaciones como, cada vez más, de electricidad (está sobre la mesa la posibilidad de construir un cable de este tipo entre España y Reino Unido), la necesidad de defender los recursos que alberga el lecho marino, la de hacer frente al tráfico ilícito, la de controlar los flujos migratorios o, de cara al futuro, la de garantizar la seguridad de los parques eólicos marítimos, que todavía no tienen una gran importancia para España, pero que se espera que lleguen a tenerla. Es decir, que hay razones sobradas para pensar que España deberá prestar mucha más atención al mar en los años venideros y que deberá hacerlo además desde múltiples perspectivas, lo que implicará la necesidad de poner en servicio medios suficientes para acometer un mayor número de tareas.
En resumen, España necesita un nuevo plan naval y lo necesita tanto por razones puramente securitarias, como porque debe responder a los llamamientos hechos por sus aliados y, también, porque en un contexto en el que disponer de un nivel adecuado de soberanía industrial es imprescindible, la apuesta iniciada tiempo atrás por reforzar la industria española de defensa (o, más concretamente, a una parte de esta) debe profundizarse. Sin embargo el Diablo, una vez más, está en los detalles.
La realidad económica, industrial y humana
España ni está en situación de hacerlo, ni debe implementar un plan como «Armada 2050». O, al menos, no sin realizar antes nuevos análisis (a ser posible incorporando visiones ajenas a la propia institución) sobre los escenarios futuros. Tampoco sin tomar medidas que permitan solucionar problemas todavía más acuciantes que el de la falta de plataformas navales, comenzando por los presupuestarios, siguiendo con los de personal, continuando por relacionados con las competencias y terminando por los industriales.
En el caso de los presupuestos, todo el mundo parece dar por hecho que habrá dinero a espuertas en los próximos años, pero nadie parece tener demasiado en cuenta la dificultad de que esto sea realmente así, a pesar de que desde el propio Gobierno son particularmente renuentes a dar el tipo de salto en cuanto a inversión que nuestros aliados exigen. Y es que aquí no vale con hacer las cuentas de la lechera, sino que lo que toca es, atender a lo que dicen quienes de verdad saben sobre el tema. Al fin y al cabo, España parte de un nivel de inversión en defensa, en relación con el PIB, terríblemente bajo. Apenas el 1,29% en 2024, según los datos proporcionados a la OTAN por nuestro propio Gobierno. Eso, en un momento en el que muchos de nuestros aliados comienzan a hablar de la necesidad de elevar el porcentaje hasta alrededor del 3% o 3,5% del PIB (Trump, en un movimiento destinado a incrementar la presión, ha llegado a hablar del 5%) en oposición al objetivo del 2% (incluido por cierto en el pilar de compromisos de la PESCO) implicaría que España pasara de los alrededor de 20.000 millones de euros de 2024 a unos 45.000 millones (dependiendo de cómo evolucione el PIB).
Incluso asumiendo que la sociedad esté dispuesta a recortar de otras partidas para invertir más en defensa y que se logren los acuerdos políticos necesarios para alcanzar (además, a largo plazo), semejantes cifras, algo que no está nada claro que vaya a ocurrir por deseable que sea, ejecutar el gasto sería harina de otro costal. Por supuesto, una fracción nada desdeñable se destinaría inmediatamente al capítulo de gastos de personal. Este es un tema polémico, pues más allá de que nuestros militares merezcan salarios dignos, supondría una «salida» fácil para cualquier ejecutivo a la hora de gestionar los incrementos presupuestarios sin embarcarse en problemas de planeamiento, definición de necesidades o adquisiciones de todo tipo. A partir de ahí, el remanente debería repartirse entre el resto de capítulos, teniendo en cuenta que los de adquisiciones, operación y modernización están íntimamente relacionados, siendo vasos comunicantes aunque con un peso desigual. Decimos esto porque en términos generales, el gasto de operación y ciclo de vida de cualquier sistema de armas supera en relación de 3 o incluso 4 a uno al gasto de adquisición.
Esto, aplicado al plan «Armada 2050» y a lo que se ha publicado sobre futuras adquisiciones, supondría que a las decenas de miles de millones de euros necesarios para adquirir las plataformas propuestas (y las embarcadas, pues habría que multiplicar por ejemplo el número de sistemas aéreos tanto de ala fija como rotatoria, tripulados o no) habría que sumarles, en las décadas siguientes, varias veces más en concepto de gastos operativos y, también, para mantenerlas «al día». Y no queremos decir que España no pueda hacer nada de esto, pero sí al menos recalcar que cada adquisición, especialmente si viene en parte motivada por intereses industriales o por presiones internacionales y no puramente militares, implica una servidumbre a largo plazo que debe contemplarse de inicio, salvo que se quiera una «armada hueca».
Más preocupante que el dinero (pues siempre se pueden seguir haciendo trampas para cubrir las necesidades) es el tema del personal, al menos si de lo que se trata es de aumentar radicalmente el número de buques en servicio. Ha de tenerse en cuenta que la cifra de personal de la Armada es engañosa, pues entre los algo más de 21.000 efectivos con los que cuenta actualmente se encuentran los más de 5.000 que conforman la Infantería de Marina, con lo que no todos ellos están disponibles para completar las tripulaciones de los buques. Además, como es lógico, una parte sustancial se dedican a tareas administrativas y de otro tipo, que son también imprescindibles para el buen funcionamiento del conjunto.
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