La versión rusa de la guerra híbrida

Mucho más que zonas grises

Fuerzas Especiales del Distrito Militar Occidental. El uso de este tipo de unidades será una constante en los próximos años (de hecho, ya lo viene siendo desde tiempo atrás), pues son una herramienta fundamental en la guerra híbrida. Fuente - Ministerio de Defensa de la Federación Rusa.

Rusia ha venido formulando sus propias soluciones a los enormes desafíos estratégicos que debe enfrentar, teniendo en cuenta sus problemas internos, su debilidad económica y demográfica y el poder de sus rivales. Las acciones en la zona gris y, de forma más general, la guerra híbrida, son algunas de ellas. A lo largo del siguiente artículo abordaremos tanto el debate teórico acerca de la versión rusa de la guerra híbrida como las aplicaciones prácticas que hasta la fecha ha tenido. También las formas y lugares en que nuevas operaciones rusas -sutiles o quizá no tanto- podrían tener lugar, pues esta concepción de la guerra ha venido para quedarse…

La teoría de la guerra híbrida: una mirada desde los EEUU

Lo que sea la guerra híbrida está aparentemente resuelto por teóricos como Frank Hoffman, quien lideró el debate que condujo a las definiciones al uso en la actualidad. De hecho, se trata de un debate muy reciente, apenas iniciado con el advenimiento del nuevo siglo, no exento de ciertos sesgos, ya que ha sido capitalizado por autores estadounidenses. Un debate que tiene mucho que ver con la creciente irracionalidad de un enfrentamiento entre grandes potencias, ya sea por el temor a una escalada nuclear, ya sea por considerar que incluso una guerra meramente convencional, pero a gran escala, sería demasiado onerosa hasta para el vencedor.

Ese debate, que ha sido trabajado con detalle en mi libro De las guerras híbridas a la zona gris: la metamorfosis de los conflictos en el siglo XXI, surge a partir de las primigenias aportaciones de Robert Walker y de Thomas Huber. Todos ellos buscaban una explicación a los cambios en la forma de hacer la guerra (warfare) acaecidos tras el final de la Guerra Fría, sin perjuicio de las conexiones que ese formato de conflicto bélico mantuviera con los conflictos derivados de la descolonización (Malasia, Argelia y Vietnam, como los más emblemáticos). E incluso con otros, todavía más lejanos, como la guerra de la independencia sostenida por las colonias británicas de América del Norte contra el Reino Unido; o nuestra guerra contra la Francia de Napoleón.

En casi todos esos casos (salvando, según como se interprete, el de Malasia), el actor aparentemente más débil acaba cubriendo sus objetivos, contra los intereses del más fuerte. Lo cual hace que ese tipo de guerras, o alguna variante contemporánea de las mismas, sean plausibles, incluso cuando son planteadas a partir del cálculo racional del más débil. Pero también, en su caso, como una estrategia aprovechable por alguna gran potencia, deseosa de evitar escaladas de dudoso resultado, cuando dicha potencia desafía el estatus quo ante, protegido por Estados que están a su mismo nivel o por encima del mismo.

En ese sentido, la principal preocupación de los autores señalados era determinar el modo en el que los EEUU podían comprender esas nuevas dinámicas, adaptarse a las mismas y, llegado el caso, salir airosos en un contexto en el que la forma americana de hacer la guerra, caracterizada por Russell Weigley en su clásico The American Way of War como la aplicación de la abrumadora potencia militar estadounidense contra sus rivales, e incluso como la puesta en marcha de “estrategias de aniquilación” … estaba quedando obsoleta por momentos.

Las tesis de Walker, Huber y Hoffman tienen ese trasfondo común, pero no son equivalentes. El primero plantea, en su obra The United States Marine Corps and Special Operations, que las guerras que habrá que enfrentar con más probabilidad son guerras que combinarán la presencia de “operaciones especiales” y de “operaciones convencionales”, partiendo de la primacía de las primeras (dato relevante) aunque Walker proponga la creación de una “fuerza militar híbrida”.

En su libro Compound Warfare: The Fatal Knot, Huber asume esa realidad bífida de la guerra, pero entiende -al contrario que Walker- que el protagonismo recae en el componente convencional (en su opinión, siempre lo habría hecho), en cuyo apoyo es necesario (decisivo, de hecho) que operen fuerzas “irregulares”. Por otro lado, Huber destaca que se trataría de fuerzas distintas, integradas a nivel estratégico, pero no necesariamente a nivel operacional ni táctico. Con lo cual, mantiene las diferencias entre los tres e incluye en su concepto guerras en las que las conexiones entre esas fuerzas son apenas sinergias funcionales, como en el caso de las tribus indias que, de modo inopinado, contribuyeron al éxito del Norte en plena Guerra de Secesión, al enfrentarse a las tropas sureñas por su cuenta y riesgo.

Finalmente, Hoffman asume en diversos de sus trabajos, entre ellos Hybrid Threats: Reconceptualizing the Evolving Character of Modern Conflict, que las principales novedades en relación con las aportaciones de Huber residen en que en el bando que plantea una guerra híbrida ya no existen dos fuerzas diferenciadas, sino una sola, plenamente integrada en todos los niveles, estratégico, operacional y táctico, hasta el punto de contribuir a su progresiva difuminación. Aunque Hoffman añade que lo convencional acaba teniendo un peso menor en comparación con las demás guerras, de modo que el protagonismo recae en las “tácticas irregulares”, e incluso en la aportación a la causa del crimen organizado, o del terrorismo.

Lo que trasluce, más allá de esas divergencias, es la sensación de que las fuerzas convencionales cotizan a la baja. Aunque sigan estando ahí, como parte de la definición de la guerra híbrida. Porque incluso en la tesis de Huber la clave de la victoria depende del buen manejo del componente irregular, que marca el hecho diferencial. Mientras que unas fuerzas armadas que desprecien ese componente, o que no lo exploten, estarían condenadas al fracaso. La evolución planteada por Hoffman no hace más que refinar el concepto, pensando más en el futuro que en el pasado. De hecho, Hoffman aduce que Huber explica magistralmente las guerras híbridas del pasado, de manera que él se concentra en las del presente y el futuro. Por consiguiente, la tendencia subyacente es la misma.

En el siguiente gráfico se puede ver cuál ha sido, según Amos C. Fox, la evolución de la doctrina rusa en los últimos años, llegando hasta la guerra híbrida. Fuente – Hybrid Warfare: the 21st Century Russian Way of Warfare. Autor – Major Amos C. Fox.

Rusia y la guerra híbrida: planteamiento de la cuestión

Hasta ahora hemos hablado de una teoría aparecida en los EEUU, aunque con pretensiones de universalidad. Sin embargo, el objeto de este análisis es otro: la guerra híbrida en Rusia. Aparentemente, debería tratarse de lo mismo. Pero ese primer veredicto, planteado a vuelapluma, puede no ser exacto.

En realidad, algunos analistas en los EEUU como Mason Clark, en su libro Russian Hybrid Warfare aportan argumentos para pensar que Rusia estaría librando una guerra híbrida contra su país. Pero eso se antoja un tanto exagerado, sobre todo si tomamos en consideración las tesis de los tres autores precedentes. O incluso si nos quedamos solamente con la de Hoffman, por ser la más consolidada. Básicamente, porque no hay atisbo de guerra abierta entre ambos Estados (la guerra híbrida es, al fin y al cabo, una guerra en toda regla). En todo caso, sería más adecuado hablar de que se abre un conflicto en zona gris entrambos. E incluso entre Rusia y diversos Estados europeos. Eso ha sido expuesto en otros artículos de esta misma revista, con lo cual no insistiré en ello en este momento.

Sin embargo, cuando Clark apela a esa retórica no lo hace aleatoriamente. Lo hace porque llevamos una década hablando de la versión rusa de la guerra híbrida. Que es en lo que habrá que centrarse en este artículo.

Pero antes de emprender esa empresa conviene tener claro que, tal como indican algunos expertos occidentales, muchos analistas rusos reniegan de la vis expansiva experimentada por el concepto de guerra híbrida a partir de las aportaciones de autores como los tres aquí citados. Esos analistas rusos entienden que todas las especulaciones que hemos traído a colación constituyen una construcción teórica excesivamente artificial, creada para desacreditar a Rusia, más que para conceptualizar las guerras del futuro. Sin perjuicio de que esa crítica también se deba a su impresión de que, en el mejor de los casos, esas teorías no explican la aproximación rusa el fenómeno de la guerra.

Esto no significa que los teóricos rusos hayan prescindido del debate. Muy al contrario, han tomado nota de la necesidad de adaptarse a escenarios en los cuales la hipótesis de un conflicto bélico a gran escala no es la más probable. De modo que han desarrollado algunas aproximaciones muy comentadas. Pensemos, sin ir más lejos, en la a veces denominada doctrina Gerasimov. Aunque, a su vez, esta suerte de piedra filosofal de la versión rusa de la guerra híbrida plantea sus propias aporías, incluso antes de poder hablar de sus detalles.

No en vano, como señala Mark Galeotti en su artículo I´m Sorry for Creating the Gerasimov Doctrinequizá ni siquiera se trate de una doctrina, en el sentido de la teoría orientada a comprender la realidad para poder alcanzar la victoria. Quizá apenas se trate de una reflexión -por incisiva que sea- acerca del modo en el que otros hacen la guerra, que es tanto como reflexionar acerca de lo que Rusia va a encontrarse en esos nuevos escenarios -o guerras- no lineales. Sirva esto para dejar claro que lo que en realidad hace Gerasimov es acusar a las potencias occidentales, con los EEUU a la cabeza, de fomentar estrategias híbridas para desestabilizar a los Estados renuentes a aceptar el liderazgo de Washington. Máxime cuando tienen tendencia a acercarse al Kremlin o a no alejarse del mismo, pese a las presiones de la OTAN y de la UE. Tal habría sido el caso de las primaveras de colores, en primera instancia y de las primaveras árabes, que eran los conflictos más recientes en el momento en el que Gerasimov pone sus reflexiones por escrito.

No es un comienzo muy prometedor: contamos con una teoría de la guerra híbrida surgida en Occidente, que los rusos interpretan como algo torticero, y con una doctrina rusa, que al parecer no es tal doctrina, pero que asume que la teoría de la guerra híbrida no era, a pesar de los pesares, una entelequia. Solamente interpretan que no van con ellos. Y, sin embargo, el texto de Gerasimov rezuma un aire curioso, al insinuar que Rusia debería hacer lo propio en el futuro.

¿Cómo se resuelve el entuerto? Lógicamente, se resuelve analizando los problemas que enfrenta Rusia en estas últimas décadas, las doctrinas que sí lo son (sin duda) en las que se enmarca su propia acción estratégica y las opciones que le quedan al Kremlin para satisfacer sus expectativas en un mundo que, como siempre ocurre, es el que es, y no el que les gustaría que fuese. Pero que, como veremos, ofrece opciones estratégicas nada desdeñables.

Valery Gerasimov es el jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de Rusia desde 2012, periodo en el que ha estado detrás de operaciones magistrales como la anexión de Crimea.

La aproximación rusa a la guerra híbrida: inercias que determinan la realidad

Lo dado, para Rusia, viene de la implosión de la URSS, con la consiguiente pérdida de la mitad de su población y de un tercio de su territorio. Pero no de la pérdida de su orgullo ni de sus ansias de seguir siendo una potencia relevante en el mundo. O, como diría Brzezinski, de su aspiración a seguir siendo un actor estratégico.

Sin embargo, a lo largo de la década de los noventa del siglo XX las distancias con los EEUU se abren de inmediato, y a todos los niveles: político-diplomático, económico y militar. Tanto es así que la OTAN y la UE, bajo palio (directa o indirectamente) de Washington acercan sus fronteras a las de la propia Rusia, previa integración en ambas organizaciones de los Estados entonces denominados PECOs (Estados de Europa Central y Oriental) antiguos miembros del Pacto de Varsovia.

De ese modo, tras la triste etapa de Yeltsin en el poder, Putin se encuentra ante un reto monumental: evitar (en lo posible) la hegemonía de los EEUU (que lo fue en esos años 90 del siglo XX) y restaurar (asimismo, en lo posible) la presencia de Moscú en su “extranjero próximo”, formado sobre todo por antiguas repúblicas socialistas soviéticas independizadas en el ínterin (como poco) y con expectativas de acabar incorporadas en la OTAN y la UE (en el peor de los escenarios para Rusia). ¿Cuál fue la respuesta rusa? En esencia, la doctrina Primakov. A saber:

En primer lugar, contribuir a la generación de una coalición anti-hegemónica, cuyo objetivo (ya alcanzado, por otro lado) sea que el mundo pase de ser unipolar a multipolar y que sea gobernado en consecuencia. Ahí Rusia debía contar con el apoyo de China y, a poder ser, de India. A día de hoy, los tres son miembros de la Organización para la Cooperación de Shanghai (OCS) así como de los BRICS. Aunque, lógicamente, lo decisivo ha sido el auge chino. La resiliencia rusa viene jugando un papel no menor en este desenlace.

En segundo lugar, la doctrina Primakov pretendía asegurar la primacía del Kremlin en el espacio post-soviético, integrándolo bajo su égida, ya sea mediante la creación de sus propias estructuras de seguridad, como la OTSC, o mediante acuerdos bilaterales con esos Estados.

En tercer lugar, como consecuencia de las dos primeras premisas, frenar el impulso de la OTAN, es decir, de los EEUU, poniendo límites geográficos a su expansión territorial y límites conceptuales a sus pretensiones de liderazgo mundial.

Titánica tarea para un Estado con apenas 145 millones de habitantes, no unidos étnicamente, con grandes espacios vacíos en Siberia (siendo, por ende, vulnerable), dotado con unas FFAA tendentes a la obsolescencia y con un PIB demasiado dependiente del precio de los hidrocarburos, con escaso I+D (salvo en los sectores de la defensa y el espacio) y con uno de los índices de productividad más mediocres entre los países desarrollados.

En estas circunstancias, la ambición sustantiva de la doctrina Primakov solamente podía desplegarse a través de modos más sutiles, no ya que la confrontación armada con los EEUU y la OTAN, sino incluso más sutiles que la mera provocación a los EEUU y la OTAN. De hecho, Rusia ha ido adaptando sus movimientos a los de los demás, hasta que la presión de la OTAN sobre Ucrania y Georgia -acerca de las cuales en 2008 se anticipaba su futura adhesión a la Alianza atlántica- rompió la baraja.

En ese contexto, dadas las circunstancias, Rusia tuvo que (re-)pensar el modo de evitar ese escenario. Y ese modo de proceder, a grandes trazos, sería “híbrido” … o no sería. No necesariamente en el formato descrito por Hoffman. Pero sí en uno intermedio entre la mera asunción de esos hechos cuando se consumaran y plantear una guerra convencional. De hecho, Rusia ha manejado más bien estrategias “grises” que “guerras híbridas”. Aunque ambos son mecanismos que pueden caer bajo el rótulo de las “estrategias híbridas”.

Para ello, Rusia se beneficia de la larga tradición soviética en las operaciones de influencia en el extranjero. La amplia experiencia en el fomento del quintacolumnismo para influir en terceros Estados, por ejemplo, ha sido fundamental para el despliegue de las medidas adaptadas al siglo XXI. No menos que la instrumentalización ideológica de medios de comunicación públicos. A lo que hay que sumar la importancia de las redes sociales.

Lo importante para Rusia es demostrar a sus rivales geopolíticos que puede causarles tanto daño como ellos a Rusia. Ya sea debilitando sus alianzas hasta el punto de generar disensiones internas y, en casos extremos, tratando de provocar la salida de Estados de organizaciones rivales; ya sea (re-)anexionándose territorios que en el ínterin habían dejado de estar bajo el control de Moscú; ya sea empleando proxies en conflictos en los que esas potencias occidentales tienen sus propios intereses. O, simplemente, condicionando las agendas de los demás hasta el punto de evitar (al menos, de momento) que más Estados de su “extranjero próximo” terminen integrados en eso que a veces llamamos Occidente.

Es verdad que, llegados a este punto, los expertos rusos no establecen una barrera tan clara como solemos hacer en Occidente entre la zona gris y la guerra híbrida. Los dos parámetros se establecen sin solución de continuidad. A nivel teórico, algunos expertos rusos lo exponen con naturalidad, años antes de que Walker, Huber y Hoffman plantearan sus interesantes argumentos. Por ejemplo, ya en 1995, Makhmut Gareev planteó en su libro If war comes tomorrow. The contours of future armed conflict, la necesidad de emplear la Information Warfare a modo de una inmensa cabeza de playa (virtual e ideológica) que debilite la opinión pública de las sociedades sobre las que después se actuaría militarmente, con la mirada puesta en menoscabar su voluntad de resistencia.

Años después, en 2013, esa misma lógica, aunque bastante perfeccionada, regirá las reflexiones expuestas en el artículo de Chekinov y Bogdanov The nature and content of a new-generation war. Para ellos, lo que definen como “New Generation Warfare” (NGW) debe iniciarse con campañas masivas de información, aprovechando el efecto multiplicador de las nuevas tecnologías, apenas balbuceantes en 1995. Esas campañas estarían llamadas a influir en todas las instituciones del Estado que va a ser atacado, de manera que la palabra clave aparece de inmediato: el fomento de la subversión como palanca del éxito. De un éxito que, normalmente, será explotado mediante la intervención de fuerzas militares diseñadas y entrenadas para desarrollar despliegues rápidos a grandes distancias.

Estos dos ejemplos son importantes, a fin de comprender mejor las aportaciones del más famoso de esos expertos, el general Gerasimov. En su célebre aproximación, tras criticar los métodos presuntamente empleados por los EEUU y otras potencias occidentales para favorecer las primaveras árabes, expone que las guerras del futuro responderán a ese tipo de parámetros. Es decir, el “modo de hacer la guerra del siglo XXI” (el warfare) estará presidido por algunas características que, sin ser completamente nuevas, poseen una nueva jerarquía.

Serán conflictos en los que la población civil será el principal target. No puede decirse que el enfoque no sea digno de Clausewitz (en la medida en que conecta con su teoría de la trinidad), pero esta vez no se trata de que la voluntad de luchar sea quebrada a través de una cadena de fracasos militares inaceptables para esa población. Más bien se trata de que esa población entienda que comenzar a luchar por esa causa es inútil, por excesivo. O que lo entienda cuando a duras penas aparecen las primeras bajas. De modo que no sea la derrota militar la que conlleve la fractura social, sino que sea la fractura social (previa) la que induzca la derrota militar, ya sea por incomparecencia, o por la imposibilidad de prolongar su ejecutoria.

Sin embargo, en caso de que eso no se entienda a la primera y haya que escalar, serán conflictos que, con el solo empleo de movilizaciones civiles a gran escala, algunas de ellas ciertamente violentas, conocerán niveles de desarticulación social no tan diferentes a los que tendrían lugar en un contexto de guerra convencional. Precisamente porque el campo de batalla (ni lineal ni, en principio, kinético) está en sus mismas calles y plazas: crisis económicas y desabastecimiento de productos básicos; deterioro e incluso destrucción de infraestructuras críticas; desmantelamiento de las instituciones políticas y sociales sobre las que descansan la paz y el orden sociales; incremento de la delincuencia, tanto común como del crimen organizado; aparición de sabotajes y atentados; inseguridad jurídica… Lo incisivo del diagnóstico es que esa cadena de desgracias vendría de la mano de alguna potencia capaz de movilizar esos recursos nativos, tanto humanos como materiales.

A su vez, ahí tienen su papel unidades militares de inteligencia y de operaciones especiales de esa potencia que apadrina y monitoriza en su propio beneficio esa estrategia híbrida. Pero no solo esas unidades. También, como ya se vio en Libia, escuadrones del ejército del aire que generen zonas de exclusión aérea en beneficio de parte… en el espacio aéreo de terceros. O incluso un bloqueo naval en toda regla, garantizado por la marina de guerra correspondiente para hacer valer embargos selectivos. Ambos son considerados por el derecho internacional como casus belli. Pero en la interpretación rusa de la guerra híbrida, aunque planteada a partir de esas experiencias occidentales vinculadas a (algunas de) las primaveras árabes, se trata de fases no solo factibles, sino incluso probables. Y, de hecho, probadas.

Algo similar, e incluso de modo más descarado, es lo que ha venido haciendo Rusia en conflictos ulteriores. Lo hemos constatado en los cielos y las costas sirias. Pero el caso del Donbás muestra el nivel máximo de esa aproximación: la penetración por tierra de unidades de combate, incluso mecanizadas y acorazadas, del promotor de la guerra híbrida. Una guerra que, ahora sí, se adapta a la perfección al concepto -ya citado- de Frank Hoffman. Curiosamente, Gerasimov plantea que el recurso a las fuerzas convencionales podría adoptar la forma de operaciones de mantenimiento de la paz. Sin embargo, esas fuerzas serían poco “kantianas” en su espíritu y en su modus operandi. Algo así está sucediendo tras el último conflicto de Nagorno-Karabaj.

Gerasimov también alude al empleo de compañías privadas que actuarían como proxies de los Estados que las amparan (caso del Grupo Wagner, ubicuo en casi todos los conflictos en los que Rusia toma parte, e incluso en escenarios pre-conflicto, como el venezolano), así como a la necesidad de que esos Estados blinden sus intereses en el extranjero, ya sea por medio de esos mismos actores (pseudo-)privados, u otros que no lo son tanto.

Se trataría de evitar en lo posible lo sucedido en asaltos como el sufrido por la embajada en funciones de los EEUU en Bengasi, en 2012. Pero también los secuestros de nacionales en el desierto argelino. O, sin ir más lejos, de evitar las dificultades que tuvo que experimentar la propia Rusia en las primeras fases de la guerra de Georgia de 2008. En todos los casos, Gerasimov apuesta por el despliegue de fuerzas propias en suelo ajeno, con o sin permiso del Estado en el que están llamadas a operar. Pero no cabe duda de que esto solamente es factible si somos capaces de conectarlo con el éxito previo de esas campañas de información a las que sus precursores concedían tanta relevancia, en la medida en que la intervención de esas fuerzas se hace depender de normas internas del Estado que las moviliza. En su caso, Rusia. Se trataría, por consiguiente, de un conjunto de fórmulas llamadas a cubrir con una pátina de legitimidad una política de parte.

Gerasimov asume que en estos conflictos los medios no militares superan en importancia a los militares. Como apunta Janis Berzins, en su análisis Russian New Generation Warfare is not Hybrid Warfare queda constatado que la visión que Gerasimov posee del tema no se corresponde ni con una mera zona gris, ni con una mera guerra híbrida. De este modo, en línea con lo expuesto por Charles Bartles, en su interesante trabajo Getting Gerasimov Right, lo que el general ruso expone es una estrategia que cubre todo ese espacio, a modo de un continuum que se inicia con las herramientas propias de la zona gris, para ir escalando hasta alcanzar estándares de una auténtica guerra híbrida, capaz de incluir el empleo de drones, bombardeos convencionales y las más avanzadas armas de precisión.

A título de ejemplo, algunos años antes de la intervención rusa en Ucrania ya se habían dado cortes de gas en ese país. Del mismo modo, antes del 2008 Georgia también había sufrido episodios de “guerrilla económica” auspiciados por Moscú. En ambos casos, esas cosas se sucedieron a modo de los primeros temblores de tierra que anticipan la llegada de un seísmo de mayor magnitud.

Por consiguiente, puede decirse que la recreación de lo que definimos como zonas grises, lejos de ser una alternativa a la guerra híbrida, termina por convertirse en la antesala de la misma. La versión rusa de la zona gris es, más bien, una preparación para la guerra híbrida. De ese modo, la diferencia entre la paz y la guerra queda más difuminada que nunca.

Gerasimov decía que la parte militar tenía una importancia relativa frente al resto de factores que intervienen en la guerra híbrida. En la imagen, aunque es relativa a la «lawfare» la imagen deja claro que el militar es solo un vector dentro de una estrategia más amplia. Autor – Mark Voyger.

Hacia una evaluación del modelo ruso de guerra híbrida

Desde el punto de vista de los resultados obtenidos en el nivel estratégico, los éxitos de la opción rusa por la guerra híbrida parecen evidentes. Trece años después de las expectativas creadas para el ingreso de Georgia y Ucrania en la OTAN… nada de eso se ha consumado. Asimismo, Rusia ha logrado condicionar la agenda de la OTAN en el Báltico; se ha mantenido como indispensable en el Cáucaso y está penetrando en Libia o Siria, sin que en ningún caso sea preciso el empleo sobre el terreno de grandes cantidades de tropas, y sin que ni los EEUU ni la OTAN se planteen una intervención militar para contrarrestar la influencia del Kremlin en todos esos lares.

Además de esos réditos geopolíticos, esa estrategia también ha generado un éxito, algo menos tangible, pero tan importante o más que los antes citados: se trata de erosionar la credibilidad de Washington en su faceta de gendarme del orden internacional. Desde ambos puntos de vista, puede decirse que la Doctrina Primakov está recibiendo una adecuada traslación a la realidad. Nada desdeñable, si atendemos a la todavía complicada situación interna rusa.

Sin embargo, autores como Bettina Renz en su artículo Russia and ‘hybrid warfare, señalan que se han generado unas expectativas exageradas en torno a la aplicación de las estrategias híbridas por parte rusa. Su tesis se basa en las excepcionales condiciones dadas en Ucrania, a la sazón el lugar del mundo en el que se han desplegado con mayor contundencia y éxito las habilidades rusas al respecto. La existencia de abundante población rusófona y rusófila, evidente en el Donbás, se vio acompañada, en el caso de Crimea, por la presencia de tropas rusas en la base de Sebastopol, desde mucho antes del inicio de la escalada. Era una situación amparada por un tratado vigente, a la que no había nada que objetar. Además, la proximidad geográfica con Rusia también facilitaba las cosas desde el punto de vista logístico. Sin embargo, no es tan fácil que se reproduzcan al unísono todos esos pormenores.

Sea como fuere, alguno de esos mismos rasgos sí se da en otros rincones del “extranjero próximo” ruso, favoreciendo con ello la implementación de las mismas recetas. El Báltico es un claro ejemplo de ello. Algunas ciudades fronterizas gozan de una mayoría aplastante de población étnicamente rusa. De modo que se trata de lugares idóneos para forzar las cosas… de un modo razonable…

La presencia cultural rusa conoce altibajos en esos territorios. Pero en ciudades como la estonia Narva, el 98% de su población es de origen ruso. No es un tema menor, pues es la tercera en importancia de ese país. Letonia es un caso todavía más peliagudo, porque, aunque con menos concentración por ciudades, más de un tercio del total de su población es ruso-hablante. Mientras que, en Riga, la capital, los letones están en minoría.

Por su parte, Lituania es un Estado de influencia mayormente polaca, por razones históricas, pero colinda con el enclave ruso de Kaliningrado y además en la capital, Vilna, uno de cada cuatro habitantes es de descendencia rusa, la lengua rusa es omnipresente en el día a día y todavía se enseña en las escuelas, a pesar de los esfuerzos que su gobierno hace por educar a la juventud en el uso del lituano, una lengua que estuvo al borde de la extinción. Digamos que la realidad se impone a las políticas públicas, al menos por el momento. Claro que el caso de Kaliningrado es muy especial porque, técnicamente, es territorio ruso. El papel de esta base militar puede ser, llegado el caso, similar al jugado en los últimos años por Sebastopol, incluyendo la posibilidad de proyectar poder hacia el interior de Lituania. Así como, llegado el caso, hacia algún Estado báltico más. No en vano, además de operar como base naval, Kaliningrado alberga una brigada mecanizada reforzada y una brigada de infantería de marina, además de unidades de apoyo logístico.

Las unidades acantonadas en Kaliningrado son complementadas por unidades ubicadas en las zonas colindantes al Báltico, pero esta vez ubicadas tierra adentro de Rusia. Claro que, tal como advierten Catherine Harris y Frederick Kagan en su análisis “Russia´s Military Posture: Ground Forces Order of Battle”, puede deducirse que Moscú no está pensando en una intervención militar convencional a gran escala sino, precisamente, en una guerra híbrida. Porque en los territorios cercanos al Báltico despliegan abundantes unidades Spetsnaz y fuerzas aerotransportables.

Estos factores pueden explicar las presiones ejercidas desde Rusia contra los Estados bálticos, en sus varios formatos. Porque Moscú tiene mucho que ganar, en aras a desestabilizar a aliados de los EEUU, con relativamente poco esfuerzo. Sobre todo, a partir de la profusión de ciberataques. Pero también infiltrando la sociedad civil local. Un ejemplo de cajón lo constituye el partido letón Harmony Party, que está formalmente vinculado al partido de Putin, Rusia Unida. En suma, son estas medidas de presión las que, puestas en contexto, auguran posibles movimientos futuros de mayor enjundia, en los cuales la aportación de las fuerzas armadas puede ser relevante, o hasta decisiva.

Es una diferencia importante con medidas similares que Rusia lleva a cabo en Europa occidental: puede que mantenga buenas relaciones y hasta financie a partidos como el Frente Nacional (ahora Agrupación Nacional) de Le Pen; o con Die Linke o Alternativa para Alemania (AfD). O incluso con Casa Pound, en Italia. Puede que la actividad de Russia Today o de Sputnik rinda dividendos en esos mismos y otros Estados occidentales. Puede que los bots originados en Rusia campen a sus anchas en todos esos lares, pero… la presión militar directa es muy baja o inexistente al Oeste del Oder (habría que poner en una situación intermedia Polonia e incluso Chequia). Sin embargo, la situación no es la misma en el Báltico, ni en otras zonas de las que hablaremos en los párrafos siguientes, donde la presión militar directa es ostensible.

El despliegue de fuerzas de la OTAN en el Báltico responde a esa amenaza latente, pero no puede oponer nada a las operaciones de influencia rusa, mientras que la mera posibilidad de que Rusia intente algo más desafiante, aunque circunscrito a ciudades como Narva, constituiría un órdago descomunal. Sería así porque pondría a prueba la voluntad de la Alianza para detener una guerra híbrida cuando la afectación de los territorios de soberanía es mínima y cuando la activación del artículo 5 del Tratado podría plantearse contra la voluntad de la mayoría de los teóricamente amparados por el mismo.

No haremos un listado exhaustivo de los países que se hallan en una situación similar, pero Georgia entraría en la ecuación, con más de la mitad de la población ruso-hablante, aunque oficialmente no todos ellos se manejen usualmente en esa lengua (esa cifra podría estar en torno al 15%). Así como Transnistria, con un tercio de población de origen ruso, que se eleva a casi el 45% en Tiraspol. De modo que esas circunstancias, aparentemente tan excepcionales, no lo son tanto.

Pero es cierto que lanzar guerras híbridas en otros lares genera más dudas acerca de sus posibilidades reales de éxito. La situación de Armenia, por ejemplo, con apenas un 1% de población rusa, no invita al optimismo en Moscú. Como tampoco la de Azerbaiyán, con la que Rusia se empeña en mantener buenas relaciones, pese a tratarse de una república turcomana, consecuente con el gobierno de Ankara (así que quizá Rusia hace tal cosa, no “pese a ello”, sino “por ello”). Ni siquiera Moldavia parece ser un escenario idóneo, desde ese punto de vista ya que, una vez descontada Transnistria, apenas cuenta con un 5% de población de origen ruso.

En todo caso, Moscú mantiene avanzadillas en muchos de esos territorios, a partir de otras tantas bases militares que, a su vez, invitan a pensar en algo más que la defensa de los intereses de esos Estados, que en ocasiones son apenas esos pseudo-Estados.

Pensemos en la base de Gymuri, en Armenia, con la presencia de una brigada mecanizada, además de sistemas SAM S-300 y un escuadrón de cazabombarderos; en la base de Gudauta, en Abjasia, con la presencia de cinco batallones de infantería y uno acorazado (los rusos habrán tomado nota de que la guerra de Georgia de 2008 estalló justo después de consumarse la retirada rusa de las antiguas bases ubicadas en suelo georgiano); en la base de Tskhinvali, en suelo osetio, con cuatro batallones de infantería, uno de Spetsnaz y una división de artillería; o en la base de Cobasna, en Transnistria, con dos batallones de infantería y capacidades para un rápido incremento de tropas.

La historia de esta base es emblemática. La presencia en ella de tropas rusas ha sido denunciada en sede de Naciones Unidas y condenada por la OTAN, por violar la soberanía moldava. Pero Rusia, muy en el espíritu de Gerasimov, alega que esas tropas están ahí desplegando una misión autodefinida como de “conservación de la paz”. Algo que se repite en Nagorno-Karabaj: como resultado del último conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, Rusia mantiene en el territorio en disputa unos 2.000 militares, siempre con un casco (virtualmente) azul.

Más allá de ello, es sobresaliente la presencia de grandes unidades rusas en la frontera con Kazajstán. Ese escenario, frecuentemente olvidado, en el que Rusia se juega tanto, y que también integra un significativo porcentaje de población de origen ruso (un 20%). Especialmente en la zona fronteriza del noroeste del país (donde llega a ser mayoritaria). Kazajstán constituye una pieza clave del tablero mundial, debido a que es zona de paso de la Ruta de la Seda, así como a su carácter turcómano, favorecedor de la penetración cultural turca. De modo que Rusia despliega en sus proximidades el 2º y el 41º Ejércitos de armas combinadas. En cambio, la división de infantería mecanizada ubicada en la base de Dushanbe, en Tayikistán, difícilmente podría intervenir en ese escenario, debido a las dificultades existentes para su transformación en aerotransportable. Con lo que se requeriría la complicidad de Uzbekistán (preferentemente) o de Kirguistán, para su despliegue en suelo kazajo.

Bases rusas en el extranjero. Como puede verse, la inmensa mayoría se corresponde con lo que podríamos llamar su «extranjero próximo», en su inmensa mayoría territorios de la antigua Unión Soviética o del Imperio Ruso. Autor – Charly015.

Conclusiones

La guerra convencional entre grandes potencias, sin ser imposible, es cada vez más improbable. En cambio, la guerra híbrida es una herramienta aprovechable por países como Rusia, porque es un expediente empleable incluso contra potencias militarmente superiores. Ya sea como resultado de escalar a partir de una zona gris, ya sea como opción planteada ab initio.

De acuerdo con las lecciones extraídas por Gerasimov, pero también con diversas aproximaciones precedentes, desarrolladas por otros expertos rusos, el protagonismo recae en operaciones dedicadas a fomentar la subversión en los territorios en los que se pretende intervenir. Para ello, se emplean diversos instrumentos que toma como epicentro la población civil y que, de hecho, serían desplegados desde instituciones civiles pertenecientes al mundo de la información, de la cultura, de la diplomacia, de la economía, o de la política (también de partido). Pero siempre dentro de una acción concertada, para provocar las sinergias adecuadas en el momento oportuno.

En la lógica rusa, se plantea una escalada, sin solución de continuidad, entre una primigenia movilización pacífica de civiles desarmados y la aparición de acciones presididas por la violencia. Aunque, a su vez, esa violencia contiene su propia escalada, a partir de la que protagonizan actores no militares. Por ello, se asume la conveniencia de emplear proxies. Eso incluye desde contratistas privados a milicias locales afines surgidas sobre la marcha, pasando por alianzas con el crimen organizado, que frecuentemente es cómplice de estas situaciones a fin de rentabilizar esas situaciones.

Esas operaciones son más probables en escenarios del “extranjero próximo” ruso, en los que se pueden rentabilizar los vínculos de todo tipo con Rusia, en gran medida derivados del pasado soviético de esos territorios. Estamos hablando de vínculos étnicos, lingüísticos, e incluso religiosos. Estos últimos no siempre están presentes, aunque podrían ser reforzados por otros de carácter ideológico, que pueden ser transversales a diversas confesiones. La ausencia de estas premisas no determina la imposibilidad de desarrollar guerras híbridas, pero su presencia funciona como un excelente catalizador de las posibilidades de salir bien librado de este empeño.

La aportación de las fuerzas armadas rusas es minoritaria en comparación con el peso de los demás instrumentos, pero al mismo tiempo es fundamental. Gerasimov hablaba de una proporción de “cuatro a uno”. Pero sin esa aportación de las fuerzas armadas ni siquiera podríamos hablar de estrategias híbridas y menos todavía de guerras híbridas.

Más allá de los necesarios debates teóricos, pero como consecuencia de ellos, el Kremlin mantiene desplegada una cantidad nada despreciable de tropas y medios en los enclaves más susceptibles de formar parte de esta partida geopolítica. No se trata solamente de miembros de los servicios de inteligencia o de operaciones especiales (aunque también se dé el caso). Sino que incluye una abundante cantidad de armas convencionales, vehículos blindados (incluyendo batallones al completo de carros de combate) así como piezas de artillería de campaña y antiaérea. Esto nos ofrece señales que no podemos ignorar. De modo que la reproducción de impulsos similares a los que protagonizaron la crisis de Ucrania, ya sea en el formato del Donbás o en el de Crimea, está lejos de ser descartable.

Autor

  • Josep Baqués

    Josep Baqués es miembro de la junta directiva del Grupo de Estudios en Seguridad Internacional (GESI). Es Doctor cum laude en Ciencias Políticas por la Universidad de Barcelona/UB (2004). Licenciado en derecho por la UB (1994); licenciado en Ciencias Políticas por la misma universidad (1997) y Máster en “Paz, Seguridad y Defensa” por el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado, de Madrid (2002). Actualmente es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona. Ha ejercido como profesor visitante de la Universidad de Lyon II (Francia) en el año 2006 y en la Universidad “Pablo de Olavide” de Sevilla, en el año 2009. Asimismo, ha sido profesor invitado en la Universidad de Granada, en el año 2010.

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