La estrategia de defensa británica (1945-2021)

Cómo ha cambiado la estrategia de defensa británica en los últimos 75 años

Las Fuerzas Armadas británicas, otrora garantes de un inmenso imperio, sufrieron desde el final de la Segunda Guerra Mundial una sucesión de recortes y reorganizaciones que terminaron minar su capacidad para defender los intereses nacionales del país. Hasta el punto de que, en las sucesivas revisiones de la estrategia de defensa, se fue confiando cada vez más en la OTAN y los Estados Unidos como garantes últimos de la seguridad británica, renunciando con ello a su “autonomía estratégica”. Ahora, en un periodo caracterizado por la competición persistente entre grandes potencias, tras la culminación del Brexit y bajo la influencia de la aguda crisis causada por la pandemia de COVID-19, el Reino Unido ha publicado sus nuevos planes para los próximos años. Documentos como la revisión de la estrategia de defensa («Defence in a competitive age) y la revisión integrada («Global Britain in a competitive age»), así como otros complementarios, caso de la «Defence and Security Industrial Strategy» o el «Integrated Operating Concept», pretenden revolucionar la estrategia de defensa británica y ofrecer a Londres las herramientas necesarias para reafirmar su categoría de actor principal en un mundo cada vez más complejo e inseguro.

Agotado el periodo de unipolaridad que siguió a la Guerra Fría, vivimos la emergencia de nuevas potencias como la República Popular de China y la relativa recuperación de otras como la Federación Rusa. Ambas tienen en común una agencia revisionista que persigue socavar el orden liberal internacional y configurar uno nuevo, multipolar y más cercano a sus intereses y valores. Como consecuencia, el mundo que viene se acercará a lo que el profesor Josep Baqués ha descrito como un “regreso de la competencia entre grandes poderes” (2021).

Un escenario de competición persistente entre grandes potencias, protagonizado por los EE. UU., China, Rusia, India o la Unión Europea y en el que las potencias medias como el Reino Unido, Francia, Alemania o España tendrán muy complicado defender sus intereses con sus propios medios. Sin embargo, este ha sido el momento elegido por el Reino Unido para abandonar el seno de la Unión Europea, en la consideración (sin pretender entrar en debates acerca del trasfondo del Brexit) de que, en solitario, sería más fácil perseguir y alcanzar sus intereses nacionales.

Efectivamente, la ciudadanía británica decidió el 23 de junio de 2016, en referéndum, la retirada del Reino Unido de la Unión Europea. Así, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte dejó de ser Estado miembro de la UE y pasó a tener la consideración de tercer país el 31 de enero de 2020, tras la ratificación del Acuerdo sobre la Retirada del Reino Unido de la Unión Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica.

Después de un periodo de transición y un laborioso proceso de negociación culminado el 24 de diciembre de 2021 in extremis, el 1 de enero de 2021 entraban en vigor los diversos acuerdos que regulaban a partir de entonces la relación entre Londres y los 27. El Reino Unido volvía a ser libre para controlar su destino, según la narrativa defendida por el primer ministro británico, Boris Johnson. Esta libertad, por supuesto, se vería desde el principio condicionada por la irrupción del COVID-10, un “rinoceronte gris” (Chirino, 2020) que ha dejado un saldo dramático en lo humano y en lo económico y ha trastocado por completo los planes británicos para los años posteriores al Brexit.

Ahora, aceptando su situación económica poco halagüeña, lastrada tanto por la abultada factura de la pandemia, como por la salida del bloque europeo, Gran Bretaña debe encontrar el modo de alinear medios, modos y fines. Todo para garantizar una financiación adecuada de sus Fuerzas Armadas Británicas que asegure su capacidad para proveer seguridad a las islas y respaldo a sus aspiraciones e intereses nacionales. Además, habrán de hacerlo compaginando la lucha contra las amenazas convencionales más tradicionales y contra aquellas surgidas en los últimos años, como las híbridas. Deberán hacerlo, a ser posible, en ese amplio espacio que separa la paz de la guerra y que conocemos como Zona Gris.

En un intento de lograr lo anterior, el gobierno de Su Majestad publicaba hace escasas semanas el documento «Integrated Review of Security, Defence, Development and Foreign Policy«, la última revisión de la estrategia de defensa británica, en la que se pretenden fijar el escenario en el que el Reino Unido y las Fuerzas Armadas Británicas deberán moverse en las próximas décadas (con el horizonte fijado en el año 2030), aquello que deben defender, las principales amenazas a su seguridad e intereses, los recursos a disposición del país para combatirlas y las líneas de actuación a seguir.

Se trata de un documento polémico, pues viene acompañado de una serie de recortes en cuando a número de efectivos que han levantado una importante polvareda mediática. Sin embargo, no hay de qué sorprenderse, la experiencia de revisiones anteriores, que abordamos a lo largo de este artículo, no permitía augurar otra cosa. Es más, si hay una tónica que se ha mantenido desde hace más de 60 años es la de los recortes, al menos en cuanto a personal, pues no siempre ha sido así en el caso de los recursos pecuniarios pues, de hecho, en los últimos años la inversión se ha venido recuperando.

Con todo, sí se observa una disparidad permanente entre los objetivos estratégicos y los medios destinados a perseguirlos, lo que ha tenido un resultado nefasto para los intereses británicos y su papel en el mundo, situación que buscan revertir. A lo largo de las próximas líneas analizaremos el contenido de las revisiones de la estrategia de defensa británica desde 1945 hasta 2021 intentando dilucidar si han servido para alcanzar los objetivos fijados, si se han ajustado a la realidad y, en última instancia, si la situación internacional del Reino Unido y su seguridad se han visto reforzadas o debilitadas. Lo haremos centrándonos en la estrategia de defensa, aun cuando en las últimas décadas, con la publicación de las sucesivas revisiones integradas, de las que la defensa apenas es una parte, el análisis se haya complicado. Esperamos que el lector disfrute del resultado tanto como nosotros del proceso de investigación y redacción. Sin más dilación, comenzamos.

El Imperio Británico era, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, un ente de talla mundial, lo que imponía al Gobierno de Su Majestad la obligación de diseñar una estrategia de defensa que tuviese en cuenta, en la medida de lo posible, el mantenimiento del mismo, aun cuando ya estaba en franco retroceso. Precisamente, el diferencial entre los recursos económicos de la metrópoli y las ingentes responsabilidades contribuyó a acelerar el proceso de descolonización, provocando un retroceso sin precedentes históricos por su magnitud y velocidad. Fuente – Francisco Dojenia.

La estrategia de defensa británica tras la IIGM

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido comenzó un proceso de desmovilización masivo. El país, profundamente afectado tanto por la destrucción física y las pérdidas humanas, como por el altísimo coste económico de la contienda, necesitaba destinar recursos a reflotar su economía antes que a cualquier otra cosa. De esta forma, durante los tres años inmediatamente posteriores a la gran conflagración, el gobierno de Attlee trató de poner negro sobre blanco los intereses británicos en un mundo que había cambiado por completo desde 1939.

Recordemos que, para cuando se estaba la primera revisión de la estrategia de defensa, la «Three Pillar Strategy», que se publicaría en 1948 y al menos sobre el papel, la metrópoli londinense todavía gobernaba un Imperio de talla mundial, por más que este estuviese saltando por las costuras desde tiempo atrás. La incapacidad británica había llevado, tras la guerra de independencia de Irlanda (1919-1921) a la firma del tratado anglo-irlandés (en vigor desde diciembre de 1922) y con ello a la división de la isla. Más tarde, en 1931, se aprobaría el Estatuto de Westminster que conduciría a la independencia de numerosos dominios en los años posteriores. El mayor golpe, quizá, fue el fin del Raj británico. Efectivamente, en 1947 Londres se vería obligada a conceder, antes incluso de lo previsto, la independencia a la India, hasta entonces la “joya de la corona” del Imperio Británico.

En este contexto, y con un imperio en franca descomposición, tocaba determinar cuál o cuáles eran las regiones en las que la presencia británica era irrenunciable y más allá de esto, cuáles eran los ejes de actuación prioritarios para asegurar dicha presencia y la seguridad del Reino Unido. Para ello, se redactaron tres documentos, siendo el principal la «Three Pillar Strategy» (1948) a la que ya hemos hecho referencia y que serviría de base para la elaboración de los posteriores «Defence Policy Paper» (1950) y «Global Strategy Paper» (1952). En el primero de ellos fijaban tres ejes de actuación (Colom, 2014):

  • La defensa del Reino Unido;
  • La protección de las líneas de comunicación marítimas del Imperio y;
  • La seguridad de Oriente Medio como pivote defensivo y base sobre la que proyectarse hacia la Unión Soviética.

El primero de estos objetivos, totalmente lógico, pasaba por la defensa física de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Defensa que ahora debía hacer frente a la Unión Soviética, no en vano ya Churchill había alertado en su célebre discurso de Fulton (Misuri) en 1946 sobre el «Telón de acero» que había caído sobre el continente europeo.

El segundo punto, tenía que ver con el papel del Reino Unido como potencia comercial y con la imposibilidad de sostener la economía de las Islas Británicas sin garantizar la libertad de navegación. Dado que en tiempos de Napoleón se habían enfrentado al bloqueo continental y, en ambas guerras mundiales había tenido que hacer frente a los submarinos alemanes, el gobierno británico estaba totalmente concienciado sobre la necesidad de defender las SLOC (Sea lines of communication o Líneas Marítimas de Comunicación). Esto estaba, a su vez, íntimamente ligado con el tercer punto, que hacía referencia a la seguridad de Oriente Medio.

En este caso, la preocupación británica iba más allá de la tradicional importancia del canal de Suez como punto de paso obligado para los buques que transitaban desde Asia (incluyendo el cada vez más importante Golfo Pérsico) a Europa y viceversa. Precisamente tenía que ver con el vital petróleo. Como explica Peter Frankopan (2016), ya en 1913 “el Primer Ministro, así como el gabinete, estaba convencido de la «necesidad vital» del petróleo en el futuro”, lo que llevaría a adquirir al año siguiente el 51 por ciento de la compañía petrolífera Anglo-Persian Oil Company (posteriormente Anglo-Iranian Oil Company), consolidando la presencia británica en el actual Irán. Tanto fue así, que el Reino Unido y la Unión Soviética llegarían a invadir el Estado Imperial de Irán en 1941, durante la operación Countenance y, posteriormente, tras la crisis de Abadán (1951) a organizar junto a los EE. UU. el golpe de estado que culminó con la salida de Mosaddeq (operación Ajax).

En cualquier caso, asumir estas tres líneas de acción, garantizando el cumplimiento de los objetivos británicos, obligaba a mantener el gasto en defensa a niveles inasumibles, en torno al 10 por 100 del Producto Interior Bruto (PIB). Estos fondos se destinarían, en primer lugar, a un programa atómico que, asistido por los EE. UU., permitiese al Reino Unido contar con una capacidad de disuasión autónoma, evitando depender exclusivamente de la disuasión extendida norteamericana para la defensa de Gran Bretaña. En segundo lugar, a acometer un proceso de rearme convencional que garantizase la capacidad británica para intervenir allí en donde fuese necesario, en defensa de los intereses tanto propios, como de sus aliados. En este sentido, la experiencia desde 1950 en Corea, que había obligado a los EE. UU. a revertir la desmovilización posterior a 1945 (Epley, 1999), había sido clave. En tercer lugar, el Reino Unido se veía en la obligación de mantener un importante contingente en Alemania y colaborar con la recién creada OTAN (1949), lo que también suponía una sangría de recursos.

Así las cosas, y a pesar de que algunos objetivos llegaron a cumplirse, como la primera prueba nuclear el 3 de octubre de 1953 en las islas de Monte Bello (actualmente pertenecientes a Australia) en el marco de la operación Hurricane, lo cierto es que el balance general fue bastante negativo. La sucesión de reveses y la imposibilidad de acometer el rearme requerido presionaron a favor de un replanteamiento completo de esta estrategia. El punto de inflexión, no obstante, sería la crisis de Suez (1956) que puso al descubierto los límites del poder británico.

Gracias a la ayuda estadounidense, el Reino Unido pudo probar su primer ingenio nuclear durante la operación Hurricane, el 3 de octubre de 1952, en las inmediaciones de la Isla Trimouille, al noroeste de Australia. Fuente – Naval Historical Collection.

La estrategia de defensa del Reino Unido tras la crisis de Suez

La guerra del Sinaí, como es sabido, culminó con la humillación franco-británica. Fue, seguramente, la mejor evidencia del cambio que se había operado a nivel global como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, el agotamiento de los otrora imperios, completamente exangües y la eclosión de la Unión Soviética y los EE. UU.  como únicas superpotencias. Como señala el profesor Colom (2017), tras la experiencia de Suez:

“[…] a diferencia de París —que concluyó que la única opción para mantener su influencia pasaba por afianzar su autonomía—, Londres llegó a la conclusión contraria, según la cual el mantenimiento de su posición global requería estrechar la «relación especial» que el país tenía con Estados Unidos”.

Más allá del bochorno, la crisis produjo víctimas entre la clase política británica, comenzando por el primer ministro, Anthony Eden, que presentó su dimisión en enero de 1957. Su puesto lo ocupó Harold McMillan, también conservador y quien daría un nuevo giro a la estrategia del Reino Unido. Ese mismo año, el Ministerio de Defensa británico publicaría un nuevo documento titulado «Defence: Outline of Future Policy«, a la sazón la primera revisión de la defensa del del país durante la Guerra Fría y una auténtica cura de humildad.

En primer lugar, el nuevo gabinete británico entendía que la propuesta recogida en los documentos anteriores era irrealizable. Ni el país estaba en condiciones de sostener un gasto en defensa tan alto, ni aun pudiendo hacerlo, constituía garantía alguna de mantenerse en la carrera tecnológica, dados los espectaculares avances que no dejaban de sucederse (armas atómicas, misilística, propulsión nuclear, cibernética…). La receta elegida para corregir esta diferencia entre medios, modos y fines fue radical:

  • Poner fin al servicio militar, pues en el nuevo escenario, las Fuerzas Armadas no necesitarían el mismo volumen de hombres y, además, la presión social era cada vez más fuerte. Además, el objetivo de fuerza pasó de 690.000 a 372.000 efectivos lo que equivalía a eliminar un buen número de regimientos y en la práctica se demostró irrealizable a corto plazo.
  • Reducir la presencia avanzada, abandonando numerosas bases en Oriente Medio, el Índico y Extremo Oriente, así como reduciendo el número de tropas en ultramar, en favor de una reserva central en suelo británico. Si hasta entonces el Reino Unido mantenía un total de 150.000 uniformados en el exterior (sin contar los 77.000 desplegados en Alemania Occidental), esta cantidad debería reducirse de forma sustancial mientras la descolonización seguía su curso. Posteriormente hubo que matizar el proyecto, a petición de los EE. UU., que no veían con buenos ojos una retirada británica tan apresurada de puntos clave.
  • Conformar un arsenal nuclear suficiente para compensar los recortes en cuanto a armamento convencional. Para ello, se fabricarían unos pocos misiles de lanzamiento submarino y diseño estadounidense UGM-27 Polaris, así como unas decenas de bombas de caída libre WE177. Se buscaba lograr una disuasión del débil al fuerte a imagen y semejanza de la Force de frappe francesa, pero con un coste mucho menor. En ello fue clave la ayuda estadounidense, país que compartió sus conocimientos, procesos y materiales con el Reino Unido.
  • Reducir el número de aparatos en servicio con la Fuerza Aérea llevándose por el camino un buen número de programas de desarrollo de nuevas aeronaves. Se pensaba que la entrada en servicio de nuevos misiles permitiría un ahorro significativo y esto, a la postre, casi entierra a la industria aeronáutica en el país, hasta entonces puntera y conformada por un buen número de pequeños fabricantes. En 1960, los restos dicha industria servirían para crear la British Aircraft Corporation (germen de la actual BAe Systems), empresa nacida de la fusión de English Electric, Vickers-Armstrong, Bristol Aeroplane Company y Hunting Aircraft.
  • La Royal Navy dejaría de confiar en los viejos acorazados, para concentrarse en la construcción de portaaviones. Al fin y al cabo, la Segunda Guerra Mundial había demostrado que estos últimos eran los verdaderos buques capitales de las armadas más poderosas y, además, se esperaba que sirviesen para proyectar el poder británico allá donde fuera necesario, si la situación lo requería.
  • Reducir el despliegue en Alemania Federal, que hasta entonces incluía a 77.000 efectivos y debería pasar a ser de 50.000. Si bien el gobierno británico reconocía que era imposible confiar la disuasión únicamente al poder del átomo y que la presencia en Europa continental seguía siendo fundamental, también se quejaban amargamente del dispendio que esto suponía para las arcas británicas.

Para desgracia de los británicos, de todo lo proyectado, lo único que realmente se pudo implementar sin demasiadas complicaciones, fueron los recortes, aunque ni siquiera estos pudieron completarse. Así, para 1967, cuando ya se había publicado un nuevo libro blanco, el número de uniformados seguía siendo de 440.000, todavía lejos del objetivo inicial de 372.000 fijado una década antes.

En cualquier caso, el problema más acuciante seguía siendo el presupuestario. La economía británica no podía asumir una inversión anual en torno a los 1.600 millones de libras de la época (y eso que recibía subsidios de los EE. UU. y Alemania Occidental) y, en cualquier caso, esta cantidad era insuficiente para costear los múltiples compromisos en un tiempo en el que los nuevos sistemas multiplicaban su precio, en virtud de la 16ª Ley de Augustine (aunque no sería enunciada hasta 1984). Incluso recortar era caro, pues dar de baja navíos, enviar a la reserva o cerrar bases también entrañaba un coste.

Así las cosas, las Fuerzas Armadas, gracias a la nueva estrategia del Reino Unido, redujeron su tamaño de forma sensible y cambiaron su arquitectura, pero no por ello pasaron a estar mejor equipadas o preparadas. Caso paradigmático es el de los portaaviones. Se proyectó la clase Queen Elizabeth (CVA-01), de cuatro unidades. Eran auténticos portaaviones de flota, que podrían haber permitido al Reino Unido mantener una presencia aeronaval importante en cualquier punto del globo en donde esta fuese necesaria. Sin embargo, su construcción sería cancelada en 1966, con la siguiente revisión estratégica, mientras que el proyecto que dio origen a los futuros Invincible, que en principio debían servir a los primeros como complemento, siguió adelante. No fue la única decisión dura; para poder destinar aparatos de la RAF al bombardeo atómico fue necesario recortar el número de aparatos de transporte, lo que también tendría un impacto en la capacidad para abastecer a las tropas en ultramar, entre otros.

El gasto en defensa, pese a los recortes, se mantenía elevado, superando el 7 por 100 del PIB en estos años, pese a lo cual, lejos de garantizar su autonomía, el país fue cayendo cada vez más en la órbita estadounidense. Ni los nuevos materiales estaban a la altura, ni la industria británica era capaz de mantenerse en la carrera tecnológica.

Lo que es peor, unas Fuerzas Armadas que hasta pocos años atrás habían mantenido un imperio planetario, ahora tenían importantes problemas para librar los pequeños conflictos en los que se veían envueltos, como la rebelión Mau Mau (1952-1960), la guerra Indonesio-Malaya (1962-1966), la rebelión de Dhofar (1962-1975) o el levantamiento de Radfan (1963-1967).

Imagen tomada durante la operación franco-británica contra Port Said. Pese al éxito militar, la crisis del Canal de Suez culminó con una dolorosa derrota estratégica para Francia y el Reino Unido. Fuente – Imperial War Museums Collection.

La estrategia del Reino Unido de 1966 a 1975

En esta ocasión, sin mediar crisis similar a la de Suez, se produjo un vuelco significativo en la vida política británica, con la llegada al poder, después de dos décadas, de un primer ministro laborista, Harold Wilson, en octubre de 1964.

En febrero de 1966, publicaron un Libro Blanco de la Defensa que debía servir para establecer las líneas de acción de la política exterior británica y de la política de defensa durante la próxima década (Pham, 2011). Bajo el título «Statement on the Defence Estimates 1966: the Defence Review«, se recogieron una serie de decisiones drásticas que, en conjunto, supusieron un cataclismo sin precedentes y la renuncia definitiva al papel del Reino Unido como potencia mundial. La intrahistoria de este documento, tratada por autores como Dockrill (2002) o Pham (2011), es sumamente interesante e incluye desde un enfriamiento previo en las relaciones con socios como Australia o Nueva Zelanda hasta las disputas entre miembros del gabinete Wilson o el alcoholismo de alguno de sus principales componentes. Sin embargo, los factores decisivos fueron otros, más relacionados con la cada vez más reducida disponibilidad de fondos.

La presión por continuar recortando el presupuesto de defensa era enorme. Como hemos comentado anteriormente, pese a la evolución a la baja de los años previos, el gasto seguía siendo superior al 7 por 100 del PIB británico a mediados de los 60, una situación insostenible. Se esperaba poder reducir al menos un punto porcentual, aunque posteriormente, en 1968, se fijó un objetivo más ambicioso, dejando esta cantidad en el 5,5 por 100 del PIB (Colom, 2014).

Compaginar este imperativo presupuestario con unas ambiciones que seguían siendo enormes (recordemos que, pese a todo, seguían manteniendo tropas en buena parte de África, el Índico, el Pacífico y el Sudeste Asiático, además del contingente en Alemania que incluía a la Royal Air Force Germany, desplegada en cuatro bases), era una quimera. La decisión tomada -y recogida en la revisión de la estrategia de defensa- fue la más dolorosa: abandonar toda responsabilidad más allá de Suez. Hay que tener en cuenta que el coste de mantener las guarniciones de ultramar había pasado, en la década previa, de 200 a más de 500 millones de libras esterlinas, algo que el país no podía permitirse, máxime cuando ya no obtenía beneficios de su antiguo imperio colonial, como en el siglo precedente.

En consecuencia, el Reino Unido renunció a ser una potencia global, asumiendo objetivos mucho más humildes. Es más, desde entonces la seguridad británica pasaría a depender de la OTAN y de la “especial relación” con los EE. UU. y tendría como área de actuación la región euroatlántica. Esto fue cierto hasta el punto de que una de las razones por las que los recortes presupuestarios no fueron mayores, fue porque se llegó a temer poner en peligro las capacidades de la propia OTAN y las posibilidades del Reino Unido de ser admitido en la Comunidad Económica Europea (Dockrill 2002), algo que finalmente se haría realidad en 1973.

Este fue, más allá de los nuevos recortes o la renuncia a las bases más allá de Suez, salvo Hong Kong y Brunei, el cambio más significativo. El Reino Unido dejaba de tener influencia global y lo que ahora denominamos “autonomía estratégica”, para pasar a ser una potencia de segundo orden, un colaborador principal de los EE. UU. con una gran importancia dentro del bloque occidental, pero sin apenas capacidad de perseguir sus propios intereses independientes y decidida a integrarse en las Comunidades Europeas.

Siguió así un camino diferente al de Francia que, si bien había sido el máximo impulsor de estas mismas comunidades, se negaba a renunciar a su autonomía. De hecho, este país, en 1966 abandonaría la estructura militar de la Alianza, aun sin dejar de ser miembro y posteriormente, en 1958 redactaría un memorándum mediante el cual trataría de “establecer una «organización tripartita» constituida por Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña que adoptaría las decisiones políticas referentes a la seguridad mundial” (Cortes, 2010).

Gran Bretaña, como decimos, decidió seguir un camino diferente. Más consciente quizá de sus limitadas fuerzas y mucho menos presta que Francia a hacer de Europa un árbitro entre la URSS y los EE. UU. De esta forma, firmemente anclados a Washington, los británicos se centraron en lo posible.

La presencia militar más allá de Suez se limitó a Hong Kong, renunciando a bases hasta entonces cruciales para proyectar su poder hacia el Índico y el Pacífico como Adén o Singapur. Con ello renunciaban también a cualquier ambición imperial, aunque no se librarían de participar en algunos conflictos en sus antiguas excolonias. El Reino Unido, en plena retirada estratégica, se concentró en Chipre y Malta, en el Mediterráneo y en Alemania Occidental, con vistas a combatir en la zona euroatlántica contra la principal amenaza, la URSS, mientras dejaba que su papel en el “Gran Juego” euroasiático fuese interpretado por los EE. UU.

Tal y como hemos adelantado, proyectos como el portaaviones CVA-01 fueron cancelados, mientras las dos unidades de la clase Audacious, el HMS Ark Royal y el HMS Eagle y los cuatro de la clase Centaur agotaban su vida útil, a la espera de la llegada de los Invincible. Desde el Almirantazgo se consideraba que, para hacer frente a la Armada Roja en el Mar del Norte, el Atlántico y el Mediterráneo, era innecesario contar con buques de ese tipo, prefiriendo concentrarse en la lucha antisubmarina o la guerra de minas, antes que en la proyección del poder aeronaval. El British Army continuó evolucionando hasta convertirse en una fuerza mecanizada apta para luchar en las llanuras de Europa Central. La Royal Air Force se reorientaría hacia cometidos tácticos, como el apoyo aéreo cercano o la interdicción, etc.

No sería el último cambio en la estrategia del Reino Unido, pues nuevos factores, como la Crisis del Petróleo o el recrudecimiento de la violencia en Irlanda del Norte obligarían a replantearse la política diseñada por el Secretario de Estado de Defensa del gabinete Wilson, Denis Healey.

La cancelación del CVA-01, un portaaviones CATOBAR que se consideró un gasto inasumible e innecesario, fue otro duro golpe para las ambiciones británicas. En especial de la Royal Navy, que en pocas décadas había pasado de patrullar los cinco océanos a resignarse a la defensa del Mar del Norte, el Canal de la Mancha, una escueta zona del Atlántico y el Mediterráneo, frente a la Armada Roja. Fuente – Reddit.

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