
La evolución de la munición para rifle de guerra parece llevar décadas estancada. Los sucesivos programas urgentes de adquisición de medios en 7,62×51 nos muestran que la percepción de necesidad se está generalizando, mientras que en los círculos especializados resulta cada vez más evidente que el 5,56×45 ha llegado al final de su capacidad de crecimiento. Máxime si se pone en relación con los avances en óptica y estabilización. Es por ello que en las próximas líneas expondremos cuál ha sido la evolución de la munición para rifle de guerra, cuál es el estado de la cuestión y cuáles las líneas de trabajo de cara al futuro, en busca del Overmacht.
Comenzar con los mitos y leyendas en relación con la munición para rifle de guerra y más en concreto con el 5,56×45 no es gratuito en estas fechas: en plena era de Internet, es una fuente inagotable de debate entre los interesados en las armas individuales y su munición. Lógicamente, nuestro punto de partida tiene que ser racional y alejado de los excesos discursivos: si toda la OTAN mantiene el cartucho SS109, tiene que haber motivos razonables para ello.
Es más, si a finales de los años 60 los entonces soviéticos siguieron tendencia con el cartucho 5,45×39, parece evidente que la fórmula SCHV (Small Calibre High Velocity) es una respuesta cuanto menos apropiada para el arma del infante. El hecho de que los soviéticos hayan mantenido la pluricentenaria 7,62×54 a nivel de escuadra (tanto en el arma de tirador selecto como en la ametralladora de escuadra) y que las experiencias afganas hayan puesto en cuestión las SAW en 5,56×45 pone en cuestión su deseabilidad como calibre universal. Pero no nos adelantemos más.
El cartucho 5.56×45 deriva del Remington .223, un cartucho destinado originalmente a la caza menor. El cartucho se transformó dentro de un programa destinado a proveer de armas ligeras a la USAF, mientras que el US Army seguía esperando el resultado de las sucesivas iteraciones de su programa SPIW (Special Purpose Individual Weapon), que a su vez buscaba ofrecer al infante una ventaja decisiva sobre el armamento convencional de la época. En los años 50, medio mundo se iba a anclar al sucesor del 30-06, mientras el otro medio adoptaba con rapidez el M43 7,62×39. Parecía que las lecciones de la S.G.M. eran insuficientes para los decisores norteamericanos, y se embarcaron en la búsqueda de una criatura mítica, el unicornio de las armas de fuego que aumentara decisivamente la eficiencia del tirador tanto contra blancos individuales como colectivos. El elemento colectivo, un lanzador de granadas de baja velocidad, se consiguió con relativa facilidad… a costa de aumentar el peso hasta cerca de unos inaceptables seis kilos.
El elemento individual era algo enteramente diferente. Fue el primero de una serie de intentos fallidos para reinventar el cartucho de arma individual. Disparaba dardos (flechettes) subcalibrados de 1.8mm de diámetro, 40mm de longitud y estabilizados por aletas, a velocidades hasta entonces inéditas de entre 1.200 y 1.400m/s. Dada esta velocidad (facilitada por su levísimo peso de 0,65 gramos), la trayectoria sería mucho más plana que la de cualquier cartucho previo. Si a eso le sumamos un retroceso proporcionalmente reducido, el resultado debía ser que una ráfaga corta (3 disparos) y extremadamente rápida (2400dpm, reducido después a 1700dpm) de agujas tendría una probabilidad mucho más elevada de acertar en su blanco, al generarse un área de impacto predecible a los 300 metros que ya se asumían como alcance efectivo de las armas de los infantes.
Estos requisitos eran racionales, dado que se buscaba un incremento decisivo de las capacidades del infante sin los recursos digitales a nuestro alcance en 2017. Pero eran básicamente imposibles por una lista de motivos igualmente racionales: desde cómo lograr una ráfaga de 3 disparos cuyo retroceso se hiciera efectivo sólo tras la misma (proeza que lograrían los diseñadores alemanes con el H&K G11, o casi los rusos con el AN-94 Nikonov – su ráfaga es de 2 disparos), hasta lograr un comportamiento uniforme de las agujas, incluyendo la separación predecible del sabot y el vuelo (que hasta la fecha no se ha logrado), pasando por el problema nada desdeñable de lograr que un impacto de una aguja de 1,8mm y 0,65 gramos de peso incapacitara a un objetivo. Se llegó a suponer que, tras el impacto, la aguja se deformaría y generaría un daño mayor, pero obviamente era mucho suponer y no se logró nunca un comportamiento predecible.
Nada menos que 15 años pasan desde que en 1959 se inicia el programa SPIW hasta que en 1974 se pone en pausa. Sí, en pausa: a principios de los 80, se reencarnaría en el programa de evaluación ACR (Advanced Combat Rifle, en el que participan también H&K con su G11 y Steyr con una propuesta de fusil de agujas casi, casi funcional), que tampoco concluye en una mejora del 100% respecto a la efectividad del M16A2 de la época. Se volvería a reencarnar en el programa OICW (Objetive Individual Combat Weapon), que mantendría el cartucho 5.56×45 junto a una revolucionaria granada de 20mm con explosión programada. El programa vuelve a fracasar en lo que ya era un eterno retorno al rifle mitológico que dejaría atrás al fusil de asalto, y así llegamos a 2017.
Casi 60 años y cuatro programas con requisitos que compasivamente se podrían calificar como de poco realistas. Recordemos que, en 1959, el arma de dotación para el U.S. Army ya era el M-14, y que en toda la OTAN se había impuesto el 7.62×51 y sus excesivas capacidades para ser empleado en un fusil de asalto, pese a las evidentes lecciones de 15 años atrás. Los infantes norteamericanos se las tuvieron que ver en los primeros años de la guerra de Vietnam con adversarios irregulares, armados con restos de los sucesivos conflictos recientes, y con adversarios “irregulares”, armados con AKM. Una y otra vez, la superioridad del AKM sobre el M-14 quedó patente: el diseño de Kalashnikov sí que era controlable en fuego automático (al heredar parte de la doctrina soviética previa, que tanto énfasis hacía en el empleo de subfusiles para fuego primariamente automático), y permitía a los tiradores cargar con una cantidad de disparos lo suficientemente mayor como para dejar al usuario del M14 en inferioridad de condiciones. Las carabinas M1 heredadas de la Segunda Guerra Mundial tampoco eran la respuesta debido a lo anémico de su cartucho.

En esas circunstancias, los decisores de defensa pusieron los ojos en un arma que estaba adoptando la USAF por aquellos días: el primer M16, en calibre 5,56×45. Y digo defensa, que no militares: los altos mandos del Army se oponían a la adopción del nuevo cartucho, y tuvo que ser el Secretario Robert McNamara quien forzara la decisión. Dejaremos para mejor ocasión la narración de la presentación del AR-15 en una barbacoa al gen. Curtiss LeMay, y nos centraremos en el primero de los mitos del 5.56: pese a lo reducido de su calibre, la altísima velocidad de la bala provocaba a corta distancia unos daños catastróficos en los adversarios, como se relataba en el proyecto AGILE: volcánicos orificios de salida e incluso miembros y hasta cabezas cercenadas. El sustituto de emergencia del SPIW parecía que iba a ofrecer incluso una mejora en la capacidad de detención respecto al 7,62×51.
El problema era que el cartucho original se había diseñado para el tiro a corta distancia y la caza menor. ¿Cómo era posible que un cartucho comparable aumentara tanto su efectividad como para ser un cartucho militar aceptable? Evidentemente, resultó no ser así. Los especialistas en balística del Army trataron sin éxito de replicar los resultados de AGILE, y ni siquiera con bala de punta hueca lograban reproducir en animales y cadáveres semejantes devastaciones. Con todo, AGILE se mantuvo lo suficiente como para influir en la decisión de McNamara, quien ordenó el final de la fabricación del M-14 y su sustitución por el M-16 para el Army.
Cuando el arma llegó a las manos de suficientes tiradores, se demostraron no sólo los defectos de los cambios finales en el diseño (e.g. cambio de propelente), sino también las limitaciones del no-tan-revolucionario calibre. Incluso a las cortísimas distancias del combate selvático, con frecuencia un impacto de la munición de la época (M193) no bastaba para impedir que el adversario siguiera disparando. Este problema, que de hecho se exacerbaría a distancias mayores y sobre todo por el cambio de munición por una munición más pesada y lenta (el actual M855), provocó el surgimiento del segundo mito del 5,56, de mucho mayor éxito fuera de los círculos más especializados:
“El 5.56 es un cartucho diseñado para herir, no para matar, de manera que se incapacita a tres: al herido, y a los dos que tienen que sacarle del combate”
Increíblemente, semejante absurdo ha perdurado durante décadas. Pongámonos por un momento en el pellejo del infante: cree que ha acertado a su enemigo… pero no sabe si es suficiente para que éste deje de devolverle el fuego. No se va a parar a pensar en esos enemigos rescatadores que pueden aparecer o no: va a decidir según la amenaza inmediata que tiene delante. De daños catastróficos a “diseñado para herir”: las uvas estaban verdes. Y lo estaban, entre otras cosas, por la legislación internacional previa, sobradamente conocida.
El problema se habría reducido, que no eliminado, con munición expansiva. Hay que tener en cuenta que la energía en boca de una bala del 5.56 es de 3.5 veces la de una del 9mm Para. ¿Cómo puede ser que la letalidad de la primera sea cuestionable?
Pues por la balística terminal y, concretamente, la transferencia de energía.

Problemas acumulados con el calibre 5,56×45
La munición de defensa o de caza ofrece varias soluciones al problema. La más popular es la punta hueca: un material mucho más blando que el encamisado, o incluso un vano en la punta, de manera que al impactar sobre cualquier tejido la bala se “achampiñone” y aumente decisivamente el diámetro de la cavidad permanente. Los cuerpos policiales autorizados a emplear esta munición lo hacen con la intención de maximizar la incapacitación de un ciudadano que amenaza letalmente a terceros.
Nuestros ejércitos no pueden adoptar semejante munición debido a la Convención de La Haya / Ginebra. Los firmantes1 de la Declaración del 29 de julio de 1899 sobre el uso de munición que se expanda o aplane con facilidad en el cuerpo humano acordaron abstenerse de emplear en conflictos entre ellas dicha munición, siendo ejemplos de la misma la munición no completamente encamisada, o aquella cuyo encamisado sufra incisiones.
Por más que esto no aplicara a conflictos coloniales, en la práctica las naciones europeas lo adoptaron como principio limitante, de cara a asegurar en lo posible los daños innecesarios en sus infantes. Esto no tuvo una importancia operativa decisiva por aquellos años en los que se estaba adoptando la primera generación de cartuchos de calibre reducido y alta velocidad (comparados con los cartuchos preexistentes, desde luego). Estamos hablando del 30-06, el 7,92×57 Mauser, el 7,62×54 ruso o nuestro 7×57: de municiones que doblan sobradamente la energía en boca del 5,56×45 y que entregan suficiente cantidad de energía al impacto como para dar buenas oportunidades de incapacitación a las distancias realistas de combate, aún con la bala completamente encamisada y no diseñada para fragmentar al impacto.
El problema surge cuando se aplican las mismas restricciones a una bala de un calibre 2mm inferior, de menos de la mitad de peso, menor longitud y de velocidad aún más elevada. El principio legal definido para evitar daños catastróficos e innecesarios en heridos supervivientes en un conflicto pasa a limitar una munición hasta el punto de comprometer su eficacia a partir de cierta distancia.
A partir de cierta distancia o, mejor dicho, ciertas combinaciones de balas concretas y velocidades concretas. O, también, ciertas balas y ciertas longitudes de cañón. Ocurre que tanto la M193 original como la SS109/M855, diseñadas ambas para ser disparadas con cañones de 508mm / 20”, si impactan por encima de los 820m/s presentan una probabilidad significativa de fragmentar. En ese caso, en lugar de un único objeto que en el mejor de los casos va a tumbar y a ampliar un tanto el canal permanente de la herida, tendremos una serie de objetos: el encamisado, o diferentes fragmentos del mismo; el núcleo, entero o fragmentado, y la base. Cada uno con una trayectoria irradiada a partir de la fractura y multiplicando los daños.
A más velocidad del límite mínimo, más probable (pero nunca seguro) que la bala fragmentará. Por debajo de ese límite, las posibilidades de que fragmente son muy bajas. Y, recordemos, sin fragmentación la bala no entregará suficiente energía y sólo incapacitará con eficacia si acierta en SNC u otros puntos realmente críticos.
El problema de la entrega de energía está ahí, desde el principio, salvando el fiasco de los resultados de AGILE. Lo que es más, ha ido a peor este siglo.

El problema no parecía tan grave al comienzo de la introducción del nuevo cartucho. Se estaba empleando a distancias muy cortas, donde con un cañón como el del M16A1 alcanzaba una velocidad suficiente como para dar elevadas probabilidades de fragmentación. Más allá del contexto real e inmediato, la planificación principal se hacía priorizando el escenario de la Tercera Guerra Mundial, los pasos del Fulda y demás: Un teatro altamente mecanizado y en el que era probable que los infantes tuvieran que resistir las condiciones que provocaba un ataque NBQ. Si bien en ocasiones tendrían que combatir con protección NBQ individual, se asumía que los vehículos de combate de infantería (ICV) que se planteaban para sustituir a los TOAs permitirían la proeza de que los fusileros combatieran desde dentro de los vehículos, sin exponerse individualmente a los contaminantes. Para ello, tanto los Bradley como los BMP-1 y -2 disponían de troneras selladas desde las que los infantes podrían hacer fuego protegidos de los contaminantes externos.
En 2017 es fácil calificar la idea como lo que es, absurda. Pero tenemos que ponernos en las cabezas de aquellos analistas que se volvían locos tratando de imaginar formas viables de combatir en ese teatro de locura definitiva. Las troneras no eran sino una excusa, un quiebro intelectual para no obviar por completo a la figura del infante y su arma. Lo que demostraban es que el combatiente individual tendría un peso muy poco destacado en el futuro de la guerra mecanizada. A partir de ciertas distancias, se irían escalando los distintos medios orgánicos para dar cuenta de las amenazas para las unidades, y por ello el armamento individual quedaría relegado a poco más de CQB, recurso de maniobra o para esas molestas operaciones COIN, de todo punto irrelevantes comparadas con el teatro de Europa Central, OTAN vs Pacto de Varsovia.
Dentro de ese contexto y paradigma, la nueva munición tenía sentido. Pero la cosa podía empeorar… y empeoró.
Recordemos que uno de los objetivos originales de los rifles de asalto era el de sustituir al máximo de armas de los integrantes de la escuadra, del subfusil a los fusiles previos. A partir de ahí, era deseable progresar en un calibre único que emplearan también las armas automáticas de escuadra y los fusiles de tirador selecto. El problema es que la munición original, la M193 derivada directamente del cartucho .223 Remington, estaba optimizada para su uso a corta distancia. Era una munición muy ligera y rápida, optimizada para fragmentar a las distancias determinadas para el combate de fusileros. Su ligereza, sin embargo, la hacía más vulnerable a los vientos de costado y al impacto contra obstáculos ligeros, incluyendo ramaje.
Esta munición estaba en los límites de lo aceptable para armas automáticas, y así el concurso de la OTAN para adoptar un nuevo calibre normalizado para toda la organización acabó en 1980 con la adopción de la propuesta belga SS109, basada en el cartucho M193 pero con cambios significativos: una subida de peso de 15 grains y, por lo tanto, una bajada de velocidad inicial de los 1060 m/s anteriores a 940m/s. El aumento de peso y algunas mejoras aerodinámicas ofrecieron un aumento del alcance efectivo que, teóricamente, las hacía más aceptables para armas automáticas. Por más que campañas futuras como la actual de Afganistán demostraran que ese alcance no es suficiente para ciertos escenarios, el problema general es que se sacrificó capacidad de detención. Como se llegó a afirmar en aquella época, era “más humana al ser menos probable que fragmentara”. Es más, ni siquiera se puede asegurar que la bala tumbe en un porcentaje elevado de ocasiones para cierta penetración y velocidad baja; en esos casos, el canal permanente sería de poco más de 5.5, y la cavidad temporal no sería tan importante.
A estas alturas resulta evidente que era un eufemismo para no reconocer el precio que conllevaba el calibre unificado y que la SS109 fuera “válida” para armas automáticas de escuadra. Pero Murphy estaba al acecho, y cabía un margen aún mayor para el empeoramiento.
Empeoró porque el uso creciente de medios motorizados provocaba que el arma tuviera que ser portada y hasta empleada en espacios reducidos. Esto hacía más deseable un arma de longitud total inferior al metro que tocaba al empuñar un M16, por ejemplo. Si bien algunos ejércitos se dotaron de armas bullpup que conservaban la longitud del cañón (con ello, la velocidad y, con ello, la probabilidad de fragmentación), otros ejércitos como el norteamericano fueron optando por la reducción progresiva de la longitud del cañón. A cambio de la portabilidad, se sacrificó la velocidad en boca, y se llegó al extremo de que la munición de los 80 sólo fragmentaba de forma razonablemente probable hasta poco más de 100 metros.
Por su parte, el formato bullpup tiene sus propios problemas. El más importante, hasta ahora no del todo solucionado, es que la posición de la ventana de expulsión fuerza a que el arma tenga que ser preparada para su uso por tiradores diestros o por tiradores zurdos, pero no por los dos a la vez. La industria ha ofrecido distintas soluciones al respecto, pero ninguna se ha demostrado como decisiva. Norteamericanos y rusos jamás han adoptado en número el formato, y en lo que va de siglo se han dado adopciones de fusiles en formato convencional (España, Alemania, Noruega y demás usuarios del G36), e incluso reversiones de bullpup a convencional, con la reciente adopción francesa del H&K 416F2 para sustituir a los FA-MAS. Las Fuerzas Armadas Israelíes han sido de las pocas que han adoptado un diseño bullpup en lo que va de siglo.
Sea como fuere, el problema de la capacidad de detención, de incapacitación o el eufemismo que se quiera emplear se ha registrado reiteradamente. Más que nada, porque es una limitación objetiva e inevitable: Sumemos las características intrínsecas de la munición, el deseo de conseguir alcances teóricos de 600 metros para el arma automática y la reducción de la velocidad en boca como consecuencia de la reducción de la longitud de los cañones. Una y otra vez se han registrado casos de adversarios recibiendo no uno, sino varios impactos de SS109 que no les impedían seguir devolviendo fuego. El problema ha llegado a ser crítico debido a varios factores:
- Las RoE (reglas de enfrentamiento) de la OTAN para los conflictos irregulares recientes impedían usar medios orgánicos de entidad en muchos casos. Las tropas tenían que responder con fuego de fusilería para minimizar las bajas civiles. Además, era y es el recurso siempre disponible para cualquier enfrentamiento.
- Los adversarios irregulares han sido conscientes de esta limitación y, en algunos casos, han hostigado a las fuerzas de la OTAN con armas de mayor alcance (PK, SVD, etc., en 7,62x54R).
- En entornos de combate urbano, nuestra munición se ha demostrado como insuficiente contra obstáculos de entidad modesta.
Hay límites físicos que no pueden superarse respecto al alcance efectivo del SS109. Lleva la energía inicial (1700J) que lleva, pesa lo que pesa y pierde velocidad a la tasa a la que la pierde. Lo que sí han hecho los norteamericanos es cambiar el diseño para incentivar la fragmentación de los impactos a alcances mayores. Para eso, tenemos que recordar que no firmaron la declaración de La Haya de 1899. Como quiera que, en un siglo, se ha transformado en doctrina, para ellos es razonable mejorar las capacidades del cartucho recurriendo tanto a la construcción de la bala para incentivar su fragmentación (Mk 262, usada por distintas fuerzas especiales), como rompiendo el encamisado con la punta del penetrador de acero expuesta, como es el caso de la M855A1 en proceso de adopción por el Army. A este respecto, conviene recordar que nuestra 7,92×40 prevista para el CETME A tenía la punta de su larguísima bala de núcleo de aluminio expuesta, lo que contravenía también la declaración de La Haya de la que nosotros sí fuimos signatarios.
El diseño de la M855A1 es interesante también porque revela un margen añadido para el empeoramiento. En este siglo ha crecido un movimiento de rechazo al núcleo de plomo de la munición tradicional, aduciendo que este metal pesado contamina los campos de tiro. Siguiendo la tendencia de la caza, algunos ejércitos han adoptado munición libre de plomo. El problema, obviamente, es que el acero es un metal menos denso. Para lograr el peso adecuado para el rendimiento que se busca para la bala, ésta tiene que tener una longitud mayor. Esta longitud tiene que salir de alguna parte, que no es otra que el volumen disponible en la vaina… a costa del volumen y cantidad de propelente disponible. Como resultado, se emplea un propelente más energético, sube la presión en la recámara (de 55.000 a 62.000psi) con lo que aumenta el desgaste de algunos elementos operativos.

Los límites del presente
Sea como fuere, nos atrevemos a calificar a Mk. 262, M855A1 y demás innovaciones como parches. Por más que supongan una mejora, no es suficiente para las realidades cambiantes y exigentes a las que se enfrentan los infantes de la OTAN, sobre todo debido a las restrictivas RoE que no tienen pinta de relajarse en un futuro previsible. En los círculos especializados resulta cada vez más evidente que el 5,56×45 ha llegado al final de su capacidad de crecimiento, y que:
- No puede ser el cartucho unificado para la escuadra. La mejor prueba de ello la encontramos en la adopción apresurada de medios en 7,62×51 (fusiles de selecto, retorno de las GPMG) para cubrir las necesidades detectadas en los últimos conflictos. Y resulta crítico recordar que el 5,56×45 se adoptó debido a que el 7,62×51 era demasiado pesado y poco controlable en ráfaga. Y no sólo hablamos de distancias: hablamos de la capacidad de atravesar tabiques, por ejemplo.
- Es insuficiente, o al menos no óptimo, para el rango de terrenos y distancias a la que se tiene que emplear. Posiblemente sea muy adecuada para cortas distancias (aunque la poca capacidad contra barreras habla en contra de esto), y para armas de defensa personal o PDW, pero en la actualidad nuestros infantes no están empleando la mejor opción que el dinero puede pagar y, en lo que se refiere a la efectividad de la munición, el infante de la OTAN no dispone del margen que tiene contra sus adversarios irregulares y peor equipados en cualquier otra área del equipamiento militar.
- Si se generaliza y mejora la protección individual (llegando a niveles ESAPI e incluso XSAPI), el 5,56×45 no dispone de margen de crecimiento apreciable para poder incapacitar a adversarios con estas protecciones.
No sería realista asumir que la munición del arma individual es una prioridad para los decisores militares de la OTAN. Pese a los reportes recurrentes sobre su falta de eficacia, durante mucho tiempo se llegó a asumir que era “good enough”, aunque este “enough” bien pudo pagarse en vidas que no hubieran sido perdidas con otra munición alternativa. Sea como fuere, a lo largo de este siglo ha ido creciendo despacio pero sin pausa la conciencia de que el cambio es necesario, y que no caben más rediseños. En este sentido, las Fuerzas Armadas norteamericanas son las únicas en disposición de afrontar tan siquiera un estudio formal y solvente de alternativas de cara a sustituir, en los plazos preceptivos, las armas actuales en 5,56×45
Entre otras consideraciones, la adopción del 5,56 se debió a la inadecuación del 7,62×51 como cartucho para el arma individual: un peso excesivo, que provoca que los tiradores puedan cargar con menos descargas para un mismo peso, y un retroceso excesivo, que impide el tiro en ráfaga eficaz y hasta dificulta decisivamente el tiro semiautomático rápido.
Por su parte, y no importan los avances que se hayan llevado a cabo con las sucesivas mejoras de la bala, el 5,56×45 ha demostrado unas limitaciones igualmente importantes y que se desean superar, como acabamos de ver. En su momento, Hall y Hitchman3 establecieron los 300 metros como alcance efectivo razonable para las armas individuales. Eso tenía todo el sentido debido a que las miras simples no permitían más alcance a un infante sin entrenamiento avanzado, y a que a más distancia los medios orgánicos modernos de los sucesivos escalones podrían dar mejor cuenta del adversario que el fuego de fusilería. El problema se da cuando las RoE (reglas de enfrentamiento) dificultan el empleo de esos medios, y el infante tiene que responder con su herramienta en más situaciones de las que prevé la doctrina.
En su artículo señero de 2009, “Increasing Small Arms Lethality in Afghanistan: Taking Back The Infantry Half-Kilometer”4, Ehrhart establece la necesidad de superar la limitación de los 300 metros para responder mejor a situaciones no previstas en la doctrina. Ocho años después, estas ideas que ya aparecían periódicamente en décadas pasadas toman cada vez mayor tracción hasta llegar al concepto casi oficial de overmatching5, de que el infante supere en capacidades a un adversario armado con fusiles de generaciones previas en cualquier situación, distancia y terreno. Se está terminando por aceptar que el arma individual va a seguir siendo lo que nunca dejó de ser, un recurso primario para el campo de batalla, y de ahí el interés creciente en superar los límites actuales de nuestro cartucho… a ser posible, sin completar el círculo y sin volver a caer en los limitaciones del 7,62×51 empleado en armas individuales.

Primer gran cambio: ópticas y estabilización
El primer elemento de cambio tendrá que ser cubierto de forma muy sucinta: en lo que va de siglo, se han generalizado las miras ópticas en los fusiles de dotación de la OTAN, desde los pioneros ingleses y austríacos hasta una generalización de estas miras facilitada por la generalización previa de los railes Piccatiny. Si la conjunción de miras redpoint y holográficas con las miras de aumento actuales ofrece un salto decisivo de capacidades para el infante, hasta esto se queda corto comparado con el futuro previsible. Ya se están probando distintos sistemas de perturbed sights, por los que distintos sensores de distancia, viento y climatológicos, unidos a una dirección de tiro y elementos giroscópicos, permiten proyectar de manera muy precisa el punto de impacto para una distancia, viento y condiciones dadas. Ya han salido al mercado los primeros modelos operativos con estas capacidades (como el Steiner Intelligent Combat Sight), y huelga explicar el salto que suponen para distancias superiores a 200 metros.
El gran avance que se pergeña en un horizonte temporal razonable es el control de tiro avanzado. A partir del concepto anterior, lo que aporta es que la dirección de tiro controla la acción del gatillo. El tirador señala un blanco, se calcula la solución de tiro… y el control de tiro “autoriza” el disparo sólo cuando el cañón esté alineado con la suficiente precisión. Por más que le quede desarrollo como para implantarse en el campo, tanto estas capacidades como la proyección de la imagen del visor (creada por una cámara digital y puramente sintética) a dispositivos de terceros hace del fusil algo mucho más importante que el arma del infante. Finalmente, también se están ensayando algunos diseños de asistencia por servomotores y giroscopios del conjunto de cierre y cañón, de manera que compensen los movimientos involuntarios del tirador al apuntar desde una posición no lo suficientemente estable6.

Nuevos calibres, nuevas vainas y nuevos objetivos
El segundo elemento es el cambio más difícil y discutido: el cambio de munición.
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, se estaban llevando a cabo numerosos estudios y experimentos para definir el término medio virtuoso para un cartucho intermedio: intermedio entre los cartuchos de pistola y los cartuchos de rifle de la época, buscando el mejor equilibrio posible de alcance, peso y retroceso. Como sabemos, este término medio (.270 Pedersen, .280 British, etc.) no fue completamente alcanzado debido a una gran variedad de razones, y la solución del último medio siglo en todo el mundo ha terminado por ser la adopción de dos calibres complementarios, el SCHV (Small Calibre, High Velocity) para fusilería y el calibre de alta capacidad para armas de pelotón o incluso armas de tirador selecto.
Esto no ha dejado de ser el reconocimiento de las limitaciones de todos los cartuchos SCHV en servicio. En el caso de la OTAN, si se suman las limitaciones autoimpuestas de las RoE se llega a una serie de problemas recurrentes y necesitados de solución. De ahí, como venimos diciendo, que haya tomado fuerza el concepto de un calibre de propósito general, un nuevo cartucho intermedio entre la munición SCHV y la munición de ametralladora. Como hace casi 80 años, lo que se buscaría es un cartucho que mejorara las capacidades de alcance, penetración y daño del SCHV sin incrementar excesivamente ni el peso ni el retroceso.
Sobre el retroceso, hay que comentar que en el último medio siglo se han ido acumulando una serie de innovaciones que, hasta ahora, no habían llamado demasiado la atención. Y no habían llamado demasiado la atención para los decisores de defensa de la OTAN porque, después de todo, el retroceso de un FUSA de calibre 5,56 es muy bajo, de manera que no tenía sentido introducir ningún elemento que encareciera lo que se buscaba: un fusil eficaz y barato.
Es evidente que las mejoras buscadas sobre la performance del 5,56 pasan por aumentar la energía en boca, incluso más que por aumentar el calibre. La física nos dice que esto va a provocar un incremento proporcional del retroceso. Y para compensarlo, disponemos al menos de 3 elementos principales:
- La mejora de los frenos de boca/apagallamas. Los rusos mostraron el camino con la bocacha de su primer AK-74, hace cuarenta años. De igual manera, en El Mercado civil (el norteamericano, ¿Cuál si no?), las bocachas destinadas a reducir el retroceso llevan décadas perfeccionándose. Son diseños maduros y conocidos, y plantean como limitaciones el aumento de llamarada y estampido (más cuanto más propelente quede sin quemar, debido a cañones más cortos), así como su incompatibilidad con los supresores cada vez más de moda. De hecho, otros problemas de los supresores deberían provocar que se replanteara su futura generalización, pero eso queda fuera del alcance de este artículo.
- Sistemas de compensación del movimiento del pistón y del cierre. En diseños tales como los AL-7, AEK-971 o AK-107, los diseñadores rusos han introducido un elemento reciprocante que actúa en sentido opuesto al pistón y cierre, y movido por los mismos gases de escape. El resultado es una compensación apreciable del impacto del cierre al final de su recorrido.
- Buffers avanzados como el de retroceso constante de Sullivan en su Ultimax-100. Se trata de un muelle cuidadosamente calibrado para distribuir la energía del retroceso del cierre, de manera que se traduce para el tirador en una fuerza constante contra su hombro, en lugar de una sucesión de golpes secos.
Lo mejor es que estos diseños ya existen y están sobradamente probados. Se podrían añadir sistemas adicionales, como los archiconocidos sistemas de retroceso corto del cañón (que no emplean sólo diseños vintage de la Segunda Guerra Mundial, sino algunas de las cúspides del diseño de armas individuales, como el AN-94 o el HK G11).
En resumidas cuentas, el retroceso no debería ser un problema a estas alturas.
Tampoco lo debería ser el peso, o no tanto. Se encuentran bastante avanzados los desarrollos de munición de formato convencional y vaina de polímero, que a cambio de unas paredes algo más gruesas que el latón o el acero, ahorra fácilmente un 25% del peso, incluso contando con que se tenga que mantener la base metálica debido a su superior resistencia de tensión. De hecho, el ahorro de peso podría ser superior si se rediseñara por completo las armas individuales, además de las de escuadra, para poder emplear cartuchos telescópicos, que no necesitarían elemento metálico en la vaina y optimizarían el volumen. Pero no nos adelantemos.
Como decíamos, el problema esencial para el futurible nuevo cartucho es su energía en boca. Los cálculos más populares hasta la fecha para un cartucho de propósito general eran exactamente intermedios entre la energía en boca del 5,56 y del 7,62: aproximadamente, unos 2.500 julios7. Curiosamente, ésta es la energía en boca del 6,5 Arisaka japonés y del 6,5 sueco. Sucede, sin embargo, que la aerodinámica, materiales y construcción de la bala japonesa de hace 100 años estaban muy por detrás de lo alcanzable hoy en día.
El 6,5 se está posicionando como el calibre más popular entre los estudios de los últimos años, precisamente porque se sitúa a medio camino entre los dos calibres previos. Esto, en sí mismo, no es un resultado absoluto: para conseguir los resultados pretendidos, se depende más de la aerodinámica y construcción del proyectil.
Para no extendernos en demasía sobre los modelos de coeficiente balístico, esperamos que baste con señalar la relación entre calibre y longitud de la bala. A mayor longitud para una bala spitzer, mejor será el ángulo de su punta y su comportamiento aerodinámico. A mayor longitud, además, hay más margen para situar la masa y los materiales deseados para el interior de la bala. Una de las críticas más habituales de los especialistas tanto para el 7,62 como para el 5,56 es que su coeficiente balístico distaba de ser óptimo. El del primero era inferior al de balas de generaciones previas, y el del segundo es netamente inferior al del 5,45×39, que para una energía inferior en boca logra un comportamiento equivalente, cuando no mejor, a distancias medias y largas debido a este factor.
Un posible problema para el futuro a corto plazo es que algunos de los decisores norteamericanos han definido de manera muy estricta la capacidad de overmatching a los oponentes armados con municiones previas. De cara a conseguir mejoras aún más importantes de alcance, sitúan el objetivo de energía en boca en aprox. 3.000J, 500 más de lo que se estipulaba anteriormente, y más cercano al 7,62×51. Obviamente, esto va a suponer un aumento del peso y el retroceso aún mayor de lo que se preveía, aunque hay que señalar que esta posible decisión aportaría un mayor margen de crecimiento por si se generalizan y mejoran decisivamente los blindajes personales en los próximos 30 años.
De hecho, en fecha tan reciente como abril-mayo de 2017 se han publicado diversos materiales desde el DoD y el US Army respecto a la necesidad futura de penetrar con éxito blindaje al menos de la eficacia de un actual ESAPI, y posiblemente de un XSAPI. Se parte de la lógica asunción de que, antes que después, los adversarios van a dotar a al menos a parte de sus combatientes con blindajes que pueden detener impactos de M855 a distancias de combate, y ofrecer cierto grado de protección incluso contra el novísimo M855A1. Como en todos los aspectos esenciales del comportamiento de un cartucho, manda la física: si no se emplea munición con núcleo de tungsteno (y esto, a su vez, es inviable de forma generalizada, no digamos ya masiva, por la pura producción total de tungsteno), la masa y la energía de una bala del 5.56 tiene unos límites evidentes. Una bala de mayor calibre y longitud ofrece un margen de crecimiento muy superior a la hora de construir un modelo que pueda superar blindajes personales.
Si a esto le sumamos la necesidad de mejorar el alcance efectivo y la superación de obstáculos (vehículos civiles, ramaje, obstáculos ligeros), cada vez va pareciendo más probable que el Army, de cambiar, optará por una munición más cercana al 7,62×51 que al 5,56×45, construida desde unos parámetros más modernos y con los objetivos anti-blindaje, alcance efectivo y superación de obstáculos que acabamos de mencionar.
De hecho, como se escapa de los objetivos de este artículo sólo podemos mencionar de pasada la posible adopción de una munición “intermedia” entre el 7,62 y el 12,7: el 8.6 lapua o, más probablemente, norma magnum. Una munición que puede sacar todavía más partido al ahorro de peso por el empleo de polímero en la vaina, con un alcance netamente superior al del viejo 7,62, pero con un retroceso muy inferior al del .50, hasta el punto de que con ciertos elementos de mitigación del retroceso puede ser empleado en una GPMG y ofrecer más disparos por kilo que el .50. A cambio, claro está, se renunciaría a parte de la capacidad antimaterial, pero la tendencia parece sólida.
El programa LSAT ha sido el programa de conocimiento público más sostenido y mejor financiado desde los tiempos de los sucesivos programas SPIW. Se trata de un programa centrado en la evaluación de las posibilidades de mejora de la construcción de los cartuchos de armas individuales y de ametralladora de propósito general, sin entrar a valorar aspectos de la balística y comportamiento de dicho cartucho. En otras palabras, LSAT buscaba determinar la viabilidad y el alcance de la mejora que supondrían dos nuevos diseños de cartucho, comparados con el diseño pluricentenario de los actuales.
En primer lugar tenemos el cartucho de vaina telescópica. Se trata de un diseño enteramente de polímero, que envuelve por completo la bala y disminuye la longitud del cartucho a cambio de un aumento de su diámetro. El uso masivo de polímero redunda tanto en un ahorro previsible de peso, como en un ahorro decisivo de costes y hasta en una mejora del aislamiento térmico respecto a la recámara. Al ser cualquier polímero mejor aislante térmico que el latón, el cartucho comunica a la recámara menor cantidad de calor y retrasa el sobrecalentamiento de la misma. La ventaja final aducida por los diseñadores y partidarios de esta solución reside en que es mucho más sencilla de alimentar para un diseño de ametralladora alimentada por cinta, pero a cambio es necesario introducir algún elemento de diseño en la recámara y el cierre que favorezca la correcta colocación del cartucho.

En segundo lugar tenemos la munición sin vaina. Como sabemos, en su momento H&K fueron los pioneros en este tipo de munición y lograron prototipos prácticamente funcionales. La sabiduría popular dice que la caída del muro sometió a la Alemania reunificada a tales gastos que el G11 era inaceptablemente caro y fue suspendido, y con ello H&K casi cayó en la ruina.
Pero es más complejo: dejando aparte las propias dificultades del diseño extremo del G11, que para conseguir las ráfagas de 3 disparos de retroceso acumulado tuvieron que construir cargadores rectos y de 2/3 de la longitud del arma, así como el cierre más complejo fabricado hasta la fecha, la munición sin vaina tenía dificultades que, hasta la fecha, se han revelado como insalvables. Fue una hazaña técnica asombrosa que Dynamit Nobel lograra un compuesto capaz de aguantar el calor de la recámara tras una sucesión de disparos, evitando el cook-off hasta más de 300 grados. Pero hubo dos problemas sin solución:
- Por una parte, los partidarios de la munición sin vaina no valoraron lo suficiente la capacidad que tienen las vainas para extraer calor de la recámara. La munición sin vaina transmite todo el calor a la recámara, y no hay una expulsión de la vaina que se lleve parte del calor que acumula ésta tras el disparo.
- Por otra parte, y este problema es de momento definitivo, la munición sin vaina se puede romper. El bloque de propelente va a ser mucho menos resistente que cualquier vaina moderna, y si se rompe en la recámara va a resultar de extracción muy compleja y lenta. En no pocos casos, la ruptura de un cartucho sin vaina va a suponer que el arma tiene que pasar por las manos de un armero y que queda inútil para el resto del enfrentamiento.
Queda una tercera opción, aún más conservadora que las anteriores. Ya hemos mencionado la munición convencional de vaina de polímero. Es la opción que menos volumen y peso ahorraría, pero al mismo tiempo permitiría emplear diseños completamente maduros, bajando el tiempo y coste de desarrollo comparados con un diseño más rupturista. Por otra parte, también cabe preguntarse si basta con mejorar las capacidades del cartucho, o si merece la pena explorar posibles mejoras en el diseño de los elementos operativos del arma. Hasta la fecha, la munición convencional de vaina de polímero no ha sido considerada para el programa LSAT y su sucesor, el programa CTSAS.
Lo que han revelado las sucesivas series experimentales del programa LSAT es que la munición telescópica de polímero ha podido ser refinada hasta llegar a un diseño plenamente funcional, lo que no ha ocurrido con la munición sin vaina. El programa ha demostrado que el riesgo de desarrollo de la munición telescópica entra dentro de lo aceptable, y va a ser la línea que se continúe dentro del programa CTSAS.
El siguiente paso es crítico y, a la vez, muy susceptible de tomar direcciones parcialmente erróneas, como ha pasado en buena parte de los programas de diseño de munición del siglo XX, al menos en la OTAN. El programa LSAT probó diseños equivalentes a los actuales, en 5,56 y 7,62, para poder comparar de manera solvente con la munición disponible. En ningún momento se afirmó desde los responsables del programa que se pretendiera copiar la solución de dos cartuchos actual con una nueva tecnología de munición. En el nuevo programa CTSAS, por lo tanto, quedan dos pasos esenciales:
- Determinar qué diseño de ametralladora y de carabina puede aprovechar mejor las ventajas de la munición telescópica.
- Definir las métricas definitivas de dicha munición: calibre, peso, construcción, energía en boca, coeficiente balístico.
Parece que ya hay una determinación para que la bala sea muy elongada y de aerodinámica más eficiente que las actuales. Esto es algo completamente esencial para lograr el objetivo de lograr capacidades de overmatching, dado que sólo un diseño así puede lograr retener suficiente energía a las distancias prácticas que se están publicitando (600 metros para carabina, al menos 1.000 para arma de escuadra).
También es muy probable que se continúe por el camino de la sustitución del plomo por acero en el núcleo, por motivos ecológicos y de ahorro. Lo bueno de esto es que, partiendo de un folio en blanco, se va a poder definir un cartucho en el que quepa una bala de núcleo de acero, lo suficientemente alargada y con la cantidad de propelente necesaria, sin concesiones.
No se entendería que finalmente se optara por la opción más conservadora posible y se adoptara un cartucho convencional con munición de polímero y calibre, energía y prestaciones suficientes como para lograr los objetivos marcados. No se entendería porque, por más que los ahorros fueran evidentes, en cualquier caso el gasto sería trivial comparado con programas como el del F-35. Si se toma la decisión nada baladí de sustituir en cascada el arma del personal combatiente por armas de un nuevo cartucho, el gasto de la sustitución de munición es el más elevado de todo el proceso, de todo punto superior al gasto de desarrollo y adquisición del nuevo fusil. Teniendo esto en cuenta, el ahorro de mantener diseños actuales remozados se traduciría en falta de ahorro en peso y/o de prestaciones.
Conclusiones
- Por primera vez en décadas, «todo es posible». Sencillamente, es posible que los EE. UU. adopten una nueva o nuevas munición/es para arma individual y colectiva.
- Los avances acumulados confluyen en diseños de munición y armas reales, no de la guerra de las galaxias.
- Los sucesivos programas urgentes de adquisición de medios en 7,62×51 nos muestran que la percepción de necesidad se está generalizando.
- El deseo actual es lograr el Overmatch, la ventaja decisiva sobre usuarios de munición y armas de generaciones previas.
- Uno de los factores más importantes para el posible cambio futuro es la necesidad de superar los blindajes personales, cada vez más generalizados.
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